03 septiembre 2015


22 agosto 2015

Diapasón



Como un avión, avanzando sin contratiempos hacia algún piso superior de las torres gemelas, la posibilidad de que toda mi vida sea una mentira me alcanzó y los sentidos colapsaron ante el devastador estremecimiento. 
Para Salma Rushdie los hombres modernos somos un edificio tembloroso, construido con retales, dogmas, injurias infantiles, artículos de periódico, comentarios casuales, viejas películas, pequeñas victorias, gente que odiamos y gente que amamos. Yo voy remontando mi propio edificio, intentando reconstruir cada uno de sus pisos, y frente a ese gran abismo se aturden mis sentidos y me invade un miedo intenso. No sé por eso si estoy instalando, en medio de todo esto, un elevador para simplemente alejarme del abismo o uno desde el cual pueda, además, otear la profunda amenaza que se ciñe sobre mi propia historia.
La vida, al final, es una suerte de discurso intercalado en el que para mi desgracia el olvido y la memoria se confunden y parecen provenir de un mismo lugar. Yo intento pensar solo en el presente. Pero justo aquí, en el presente, un mueble Le Corbusier cuya estructura exterior me recuerda la arquitectura de las torres gemelas.
Como los pisos superiores del World Trade Center, al ser cubiertos por el humo y el fuego, el intrincado camino hacia mis recuerdos se desvanece. La presencia continua de preguntas sin respuesta me impide ver las huellas y no sé si dar marcha hacia adelante ignorando la nada profunda que se ciñe sobre mi pasado o empecinarme en dispersar la bruma. Damos por sentado tantas cosas, nos reconocemos en tantas otras, sólo basta con olvidar algo para tener certeza de que se puede fallar y en medio de ese error estamos nosotros para ser reconsiderados. Es ese el problema: mis huellas están cubiertas por la misma niebla que me impide ver el camino sobre el cual debo dar los próximos titubeantes pasos y mi porvenir.
Si la segunda guerra demostró que tenemos la capacidad para llevar la rutina hasta extremos inusitados, el 9/11 fue la prueba de que podemos romper con ella un día cualquiera. Leí precisamente algo acerca de ese día de septiembre para hacer memoria, vi una y otra vez el choque de los aviones contra las torres y el posterior colapso. Parecía que los veía por primera vez. Mirando el choque de ambos aviones contra las oficinas del World Trade Center tuve la certeza de que los corazones de los 92 pasajeros del vuelo 11 de American primero y, 17 minutos después, los 65 corazones del vuelo 175 de United, palpitaron al unísono con el de todos los oficinistas. Y aguardé, como se hace cuando se prueba un diapasón, la absoluta disipación de ese abrasador, tembloroso y único latido.

Carlos Andrés Salazar Martínez

29 julio 2015

La prospección y los cazadores de horizontes

El futuro es inevitablemente el lugar hacia donde nos dirigimos y, de hecho, se nos presenta como un horizonte del que sabemos mucho más de lo que sospechamos. Tenemos a nuestra disposición todas las pistas necesarias para adivinar lo que pasará con la raza humana. Las películas y los libros de ciencia ficción ya nos lo dijeron. Algunos pocos líderes e iluminados ya hicieron sus cábalas y profecías respecto a nuestro porvenir. Tomaron, por nosotros, algunas decisiones.
Particularmente, para los países latinoamericanos, ese horizonte se nos presenta en forma de visión, documental de Discovery channel o, como es obvio, país desarrollado. Nuestro reto consiste en ir alcanzando poco a poco lugares que ya han sido colonizados y tal vez, en algún momento, liderar el progreso en algún campo del conocimiento.
Quiero, sin embargo, aclarar aquí que el futuro del que estamos acostumbrados a hablar es aquel en el que, como dice Lévi-Strauss, contemplamos el progreso según la cantidad de energía disponible por persona. Y, pese a lo inapropiado que es imaginar un futuro más excluyente, es imposible para el pensamiento occidental ver lo civilizado desde otro ángulo. Y no crean que estoy adoptando una perspectiva nostálgica respecto al futuro, estén seguros: quien piensa en su destino no deja de hacerse preguntas por su pasado. Es, de alguna manera, el impuesto que debemos pagar quienes nos atrevemos a medir el porvenir. Y es que en nuestro cerebro percibimos el futuro a través de nuestras experiencias inmediatas. Toda memoria sirve para orquestar la imagen que nos hacemos del futuro.
Incluso, emparejar la memoria con la promesa es algo que no es ajeno a la filosofía. Paul Ricoeur plantea, por ejemplo, que mientras la primera dando vuelta al pasado es retrospectiva; la segunda, mirando al futuro es prospectiva. Ambas son a la vez opuestas y complementarias; el equilibrio de sus fuerzas proporciona amplitud a lo que es el ser humano.
Opino que el discurso sobre el mañana debe abrirse también a otro tipo de cuestiones porque incluso esos países que llamamos desarrollados han sentido la necesidad de emprender el cultivo de otro tipo de intereses, entre ellos el de las más refinadas y diversas prácticas espirituales y sociales de las que la historia del hombre ha sido testigo. De hecho, ya había advertido Lévi-Strauss, no puede entenderse el concepto de civilización sin la pluralidad cultural. El progreso tiene matices que deben ser explorados a través de otras perspectivas.
Hay un horizonte que se extiende mucho más allá de lo obvio…
El desarrollo tiene acepciones en las que caben los sistemas filosóficos-religiosos, las condiciones psicológicas que nos permitan enfrentar un desequilibrio demográfico o la devastación ambiental e incluso la capacidad de unir teoría y práctica en un solo dogma.
En un mundo cada vez más conectado hemos sido testigos de que las personas que se encuentran en el desarrollo de punta tienen la capacidad de asimilar y seguir las más disímiles prácticas. No hace muchos años, mientras Steve Jobs comía con los Hare Krishnas el Dalai Lama le indicaba a los Neurobiólogos dónde buscar la felicidad. Una verdadera fusión de horizontes diría Gadamer.
Caso aparte sería decir que cada persona con espíritu curioso y capacidad creativa ha buscado primero ponerse a la par de los desarrollos científicos de su época. Llegar a un lugar en el que el horizonte presenta nuevos desafíos. Retos y dificultades que les permitan trabajar en igualdad de condiciones con países aventajados.
El trabajo conjunto, el intercambio cultural, y la capacidad de aventura de grupos de investigación comprometidos ofrecen la posibilidad de conocer, de primera mano, lo que se está haciendo en el país para encontrarse con el futuro.
Realidad virtual, realidad aumentada, máquinas de impresión 3D, ciudades ambientales e inteligentes, vehículos impulsados con energía limpia, la manera de hacer negocios y sus retos. Y, cómo ya lo saben, incluso el cultivo del espíritu estará sometido a los caprichos del tiempo.
Pero sólo tenemos el presente. El presente es el lugar desde donde volteamos a ver las viejas cimas y perfilamos la vista hacía nuevos horizontes. Como seres humanos somos conscientes de que nuestra vida se encuentra en la corriente de un tiempo que parece infinito en los bordes y en la que, como dice el poeta Juan Felipe Robledo, un oso parco nos pesca como a salmones torpes. 

Carlos Andrés Salazar Martínez

14 julio 2015

Saborear texturas: Una travesía por los sentidos


Quiero hablar de los sentidos y, como tal vez a los lectores también se les conquiste por el estómago, comenzaré por el del gusto. Porque es que ahora, luego de años de comer muy cerca de casa, puedo decir que esa comida con la que crecemos termina adquiriendo una monotonía severa. Su presencia impone una cadencia rutinaria de la que no somos conscientes hasta que aparecen nuevos ritmos. El primero de ellos —uno vertiginoso e impredecible— fue, para mí, la comida santandereana; sus platos parecen estar en otra escala musical, una para la que mi gusto, quizás, se había estado preparando. Una que valía la pena escuchar. En el momento en que una extraña cebollita ocañera liberó su sabor en un temperamental pequeño trozo de carne oreada, se produjo una explosión en la que el aburrimiento había terminado. Era como si Paco de Lucía interpretara acordes para que mis papilas gustativas se sintieran invitadas a una eufórica e inesperada fiesta.


http://aprendeenlinea.udea.edu.co/revistas/index.php/revistaudea/article/view/23209/19066


Carlos Andrés Salazar Martínez

30 abril 2015

Mujeres posibles

La pantalla se llenó de mujeres. Ingresó todos sus datos personales en una página de citas por internet. Tenía ejemplos claros de que para mejores amigos, los algoritmos. Ellos había atinado a dar un esposo de Argentina a una prima, una princesa de Suecia a un vecino y una chica de Ipanema a un compañero del trabajo. Por años había esperado que alguien hubiera tenido el valor de presentarle, solo una vez, una mujer bonita y honesta. Estaba decidido a desconectarse de la frustrante relación en la que se encontraba desde hacía tres años y en la que hasta el más mínimo detalle afectaba cualquier tregua.

Algunas de las preguntas en el formulario de ingreso lo hicieron sentir miserable, otras lo hicieron creer un gran pretendiente. Se vio tentado a mentir en más de una, especialmente en la de su estatura y en la de su rango salarial –recordó la estadística según la cual mientras más bonita ella más gana él–. Otras preguntas lo sorprendieron: ¿Qué acostumbra hacer mientras espera, mira su celular o ve pasar gente? ¿Cuál es su sistema operativo favorito ios o android? No pudo predecir qué efectos tendría en la selección de su posible pareja una u otra respuesta.

La gran duda le sobrevino cuando al preguntarle por su actriz favorita la memoria le sugirió la Charlize Theron de Dulce noviembre, la Natalie Portman de Dior, la Scarlett Johansson de Perdidos en Tokio o la Rachel Welch de Hace un millón de años. Se saturó ante el vértigo de todas las mujeres posibles igual que le sucede ahora frente a la pantalla.

Un problema a parte fue escoger una foto digna para su perfil. Y notó que la mayoría de las fotos de las mujeres seleccionadas por las ecuaciones parecen haber sido producidas por un profesional. Se preguntó en cuántos datos habrían mentido todas esas mujeres, se creyó cómplice de un fraude global y regreso al chat en el que su novia había puesto una foto de ambos mirando a la cámara, fuera de foco y a contraluz.

23 marzo 2015

Quien muere por la boca


En la terraza, esparcidas, solo quedan ahora piezas de dómino y unas cuantas monedas.
Hace días que el mar impide que los pescadores lleven sus botes fácilmente hasta la playa. Desde la terraza del restaurante puede verse su extenuante lucha. En suspenso una partida de domino aguarda en la mesa. Un hombre delgado, de manos burdas y uñas blandas, se acerca a un hombre que vestido de lino parecía estar esperándolo y de quien recibe como saludo un par de golpes en su pierna derecha. El mesero se acerca y el de lino le indica algo.
Es una sencilla terraza de madera. Luego del almuerzo es el lugar en el que los pescadores acostumbran pasar la tarde. Al medio día es común ver a Ernesto, siempre de lino, esperar a que lleguen para informarle cómo ha estado la pesca. Él es dueño de la mitad de los botes que se alcanzan a ver en la playa. Cuando la pesca es mala el encargado de subir a la terraza es Isidro y sus manos mojadas. Pero esa tarde la mayoría no quería que él lo hiciera, la muerte de Carmela tenía muy afectado su estado de ánimo y temían que su carácter lo hiciera cumplir las amenazas que no se cansó de proferir mientras sostenía las redes esperando un milagro.
Sin embargo, como siempre, solo él tuvo el valor de subir antes del almuerzo para hablar con Ernesto. El propósito, hacerlo entender que con la muerte de Carmela la pesca no volvería a ser la misma y explicarle, además, que fue una dura mañana, como la de ayer, como la de la semana anterior, como la de estos dos últimos meses. En su interior Isidro deseaba dejarle tirado el bote a Ernesto, a merced de las olas, y pasarse el resto de los días sentado en esa terraza esperando la muerte. Isidro estaba cansado de los golpecitos en su pierna. Fastidiado de saber que mientras a él se le diluía la voluntad por las manos Ernesto seguía de parranda.
Subiendo por las escalas, Isidro sonríe con el mesero y le entrega los pescados de costumbre.
-         No ha hecho nada más que jugar dómino y tomar cerveza –le dice el mesero muy cerca del oído– Te imaginas el día que se desborde esta terraza, lo escupa al mar, y tengamos que sacarlo con sus propias atarrayas.
-         Prepárate –respondió Isidro–  Hoy seguro volverá a decir algo de la comida. El pescado viene con el mismo sabor de las últimas semanas.

Luego de hablar con Ernesto, justo antes de que el mesero le llevara la comida, Isidro bajó a la playa, no respondió a ninguna de las preguntas de sus compañeros. Y desde su bote, encallado no muy lejos de la terraza, vio cómo Ernesto, terminando su comida, caía de su silla, sin tiempo para aferrarse a la baranda.

13 marzo 2015

Por qué los superhéroes necesitan un trabajo


Quisiera que estuvieras aquí para verlo… Y estarás
Johnnie Walker


Hola, mi nombre es Peter Parker y soy fotógrafo. Mi nombre es Clark Kent y soy periodista. Thomas A. Anderson: desarrollador de software… ¿Mi nombre? Baldí, abogado. Podría parecer un despropósito poner en todo este vericueto al famoso personaje de Juan Carlos Onetti pero es que la pregunta que está por título podría haber sido planteada al revés ¿Por qué los empleados precisan una aventura? Y es que ese posible Baldí que transita el relato del autor uruguayo y cuenta historias a las Bovary de plaza Congreso es un extraviado oficinista sujeto a la necesidad de inventar una identidad para vencer a su peor enemigo: el trabajo. Quizás mi abuelo tenía más razón de la cuenta cuando me decía que acumulara recuerdos, que para él fueron la única compañía posible en sus solitarias y extenuantes jornadas de trabajo. Y aunque jamás ha precisado qué tipo de recuerdos son los adecuados, a mí me gusta creer que deberían parecerse a los de ese improbable Baldí o a los de algún superhéroe.
Es difícil determinar la razón por la cual algunas de las personas que invaden los medios de comunicación, como superhéroes, parecen ajenos a esos sentimientos propios del trabajo. En otras palabras uno nunca podrá ver a Messí y Cristiano Ronaldo como un par de asalariados. Uno sí sabe que Federer, Daniel Day-Lewis o Scarlett Johansson, por ejemplo, ganan mucho dinero pero jamás podremos imaginarlos detrás de un escritorio. Hay personas en el mundo para las que su vocación y su trabajo parecen coincidir y, tal vez, sea ese el motivo por el que no vemos para ellos una oficina, una rutina o un jefe. De hecho es sólo cuando alguno decide confesarse que las cosas parecen tener sentido; como cuando Gabriel Omar Batistuta declaró que el fútbol no le gustaba, que simplemente era su trabajo. O como cuando algún cantante decide emular a Hector Lavoe para gritarle al público que pese a tanta tristeza debe ponerse, una y otra vez, el overol. ¿Y qué pasa si algún día nos levantamos convertidos en un insecto? Pues sí, angustiarnos porque no podremos llegar a la oficina a tiempo. Y es que el trabajo, su capacidad para hacerse nuestra única preocupación hace que, para quienes no tenemos la suerte de que coincida con nuestra vocación, se convierta en el lugar al que debemos hacer converger lo que somos y lo que queremos ser.
En sus Meditaciones pascalianas Pierre Bourdie dedica especial interés a los efectos que tiene el trabajo en la vida. Quizás una de las más interesantes reflexiones sea aquella que gira en torno al hecho de que los seres humanos vivimos inmersos en el enfrentamiento constante entre las esperanzas subjetivas y las posibilidades objetivas, entre las expectativas que tenemos de la vida y el mundo que permite cumplirlas. Y es precisamente cuando percibimos que unas no se corresponden con las otras, que debemos “orientar las aspiraciones hacia objetivos más realistas, es decir, más compatibles con las posibilidades inscritas en la posición ocupada”. La propuesta de Bourdieu concluye diciendo que el trabajo es una fuerza que genera un habitus, es decir genera prácticas objetivamente ajustadas a las posibilidades. Y es cuando logramos ser conscientes de esto último, que percibimos la cadencia de la vida y se va consolidando un destino. Sostiene Bourdieu que es allí cuando nacen todos esos sentimientos que se encuentran en función del tiempo –y a los que tanto provecho les ha sacado la literatura contemporánea–. La espera o la impaciencia, el lamento o la nostalgia y el tedio o el descontento son, justamente, las sensaciones que relacionamos con el trabajo y que parecen no tener cabida en aquellos para los que las posibilidades se vuelven cómplices de sus esperanzas.
En las últimas películas de superhéroes, por ejemplo, se ha intentado demostrar que estos personajes -pese a ser lo que son- no tienen resueltos todos sus asuntos. Es decir, a ellos el paso del tiempo también parece atravesarlos. Sus expectativas y posibilidades parecen no corresponderse y se fracturan. Se les niega constantemente expresar, a través de sus acciones, lo que son en realidad. Pero en su caso esa relación que plantea Bourdieu entre la illusio y las lusiones se invierte: su identidad se debate entre el ser conscientes que lo pueden todo y el saber que no es posible cumplir con las expectativas que les han sido impuestas. En toda esa legión de nuevos personajes míticos el drama de Bruce Wayne es mucho más paradójico que el de ningún otro, su fortuna le permite ser el único para el que todo es posible sin su máscara, mientras que con ella no deja de ser una persona intentando pertenecer al grupo de aquellos a quienes su naturaleza misma otorgó algún poder especial.
En todo caso, la discusión respecto a qué debe pensarse sobre el trabajo y sus formas siempre estará abierta. De hecho, las manifestaciones populares parecen no ponerse de acuerdo con respecto a sus beneficios, no olvidemos que trabajar es para el buey y Dios lo hizo como castigo; en algunos casos, incluso, se avizora la jubilación como la época más feliz de la vida. Sin embargo, tanto los seguidores de Voltaire como de Martín Lutero rescatan la importancia del trabajo como forjador del carácter de los hombres. Recordemos que trabajar es lo que hace grande al corazón y le da firmeza a la mano. Sin embargo, y pese a las discusiones, las formas que ha tomado el trabajo tanto en tiempo y espacio han cambiado radicalmente. Obviamente los medios de transporte, la arquitectura, los materiales y la tecnología tienen mucho que ver en ello. Son esas transformaciones y su influencia en los seres humanos las que en las últimas décadas han llamado el interés del sociólogo norteamericano Richard Sennett quién en uno de sus libros: la corrosión del carácter señala cómo esas transformaciones nos han llevado a un punto en el que la fidelidad a una empresa, a una profesión, son deseos anacrónicos; y, por qué no, hasta la lealtad a ciertas causas.
Sennett hace un recorrido por los cambios que ha sufrido el trabajo en los últimos doscientos cincuenta años y el impacto de estos en las personas y las sociedades. Pasamos de vivir en las casas de nuestros maestros artesanos, en su taller y compartir la mesa con su familia a tener que recorrer a diario la distancia que separa nuestra casa del lugar de trabajo. Una distancia, de hecho, que consume parte de nuestro tiempo vital y que sirve de purgatorio entre el lugar en el que somos y el lugar en el que nos imponen ser –donde sea que quede ese lugar para cada persona y tanto de ida como de vuelta-.
Durante esos dos siglos y medio hicimos el salto del artesano cualificado al obrero especializado, del conocer con detalle cada una de las etapas del proceso de un producto a no conocer más de una. De ser conscientes de nuestro papel dentro de la producción de un artefacto a no poder acertar en decir qué es lo que hacemos. De darle el lugar apropiado a las máquinas para hacer aquello por lo que se les creó a que los computadores programen e indiquen el lugar en el que debemos recoger los productos dentro de una planta y qué lugar nos corresponde ocupar dentro de ella. Habría tiempo suficiente durante estos años para que incluso el nacionalsocialismo nos convirtiera en materia prima y producto terminado de todas nuestras manías por el archivo, los inventarios y la industrialización.  Y ahora -para no ir más lejos- la familia se fragmenta al permitir que tanto hombres como mujeres se ausenten de casa y sean capaces de considerar que con una vídeo-llamada es más que suficiente.
En medio de todo ese recorrido sin embargo, queda en deuda el hecho de que muy pronto, y para un gran porcentaje de la población, el trabajo volverá a hacerse desde la casa –a diciembre del 2013 se contaban 31.533 teletrabajadores en Colombia-. En otras palabras, la casa será un lugar en el que la familia será víctima, nuevamente, de otra transformación y las sociedades deberán dar respuesta a nuevas preguntas. ¿Serán acaso cosas del pasado eso de las jornadas laborales, los jefes, los compañeros, las hojas de vida? Y para qué vivir entonces cerca de las ciudades. Y cómo sentirse comprometido con una institución cuya identidad se desvanece en las pantallas de los computadores y las especulaciones de los accionistas. ¿Y qué puede criticársele a la rutina? Recuerda Sennett que desde la perspectiva de Montaigne la costumbre consolida una habilidad, pero el precepto de no cambiar una costumbre es una tiranía; las costumbres buenas son “proyectos” que dejan la libertad necesaria para producir diferentes “resultados”. Es decir que en el debate sobre los beneficios de la rutina tenemos aquella que nos permite hacer algo bien y con ello la sensación de que somos útiles y que hemos sido llamados para hacer algo que muy pocos son capaces de hacer. Ser diferentes es otra de las maneras en que el trabajo nos compromete.
La pregunta frecuente es por qué hacer algo que nunca se nos ha pedido. Por qué seguir esclavos de esa tarea, nada fácil, de levantarnos todos los días y darnos forma. ¿Es acaso nuestro deber como especie exponernos al mundo con un traje que encubra por un momento la más trascendental de las tareas, esa de hacer coincidir lo que somos con lo que queremos ser? Es acaso por esos pequeños triunfos que llenan los días de los artesanos, los periodistas, los desarrolladores de software o las secretarias: el acabado perfecto, el texto impreso, una rutina sin warnings o una encomienda a tiempo. De los ejecutivos para abajo la vida está inundada de pequeños triunfos diarios; de los ejecutivos para arriba todo es parte de un plan mayor e incomprensible cuya distancia a la meta los alienta a ponerse de pie en las mañanas. Es más, en medio de todas esas desperdigadas victorias, hasta los superhéroes se aburren.
Una de las ideas en las que coinciden Bourdie y Sennett es que el trabajo permite, a quienes no parecemos tener algún propósito, no una identidad pero si la sensación de que estamos comprometidos. Es una respuesta a la pregunta por el sentido de nuestras vidas ya que, en el trabajo, dicho compromiso parece no ser con la institución más que con los colegas. Es tal vez por eso que las formas y estilos de las oficinas han cambiado y hemos dejado atrás los herméticos cubículos o las divisiones piso-techo por espacios abiertos que motiven el intercambio de ideas, incluidas las experiencias personales. Incluso llevarse bien con los colegas no solo mantiene cohesionado un equipo de trabajo además –según un estudio de la universidad de Tel Aviv- alarga la vida. Es por eso que los demás siempre han sido un incentivo poderoso.
[…] hay en la acción [de trabajar] una felicidad que supera los beneficios patentes (salario, precio, recompensa) y consiste en el hecho de salir de la indiferencia (o la depresión), de estar ocupado, proyectado hacia unos fines, y de sentirse dotado, objetivamente y, por lo tanto, subjetivamente, de una misión social. Ser esperado, requerido, estar agobiado por las obligaciones y los compromisos, no significa sólo evitar la soledad o la insignificancia, sino también experimentar, de la forma más continua y más concreta, la sensación de contar para los demás, de ser importante para ellos y, por lo tanto, en sí, y encontrar en esta especie de plebiscito permanente que constituyen las muestras incesantes de interés –ruegos, solicitudes, invitaciones- una especie de justificación continuada de existir.
Pertinente es considerar entonces lo que sucede con aquellos en los que esperanzas y posibilidades coinciden. Son una rara especie. Con mayor razón ahora que las empresas, debido a condiciones propias del mercado, dejaron de sernos fieles -y bueno, pese a que ahora existen tantas carreras y profesiones como para sentirnos identificados con alguna-. Unas décadas atrás los trabajadores se comprometían con las empresas en una especie de matrimonio, crecían con ellas, eran conscientes de sus debilidades y pese a ello persistían. Al punto que su identidad, su carácter, el propósito de sus vidas coincidía con los objetivos de las fábricas y hasta con los de sus dueños. Sin embargo, ahora, con la extinción de las empresas que eran capaces de hacer promesas a largo plazo a sus empleados se extinguieron también los empleados capaces de jurar lealtad, o por lo menos de hacer que sus expectativas se confundan con las de ese lugar al que acuden a diario.
James Howlett, es el superhéroe que quizá mejor encarna el carácter del trabajador contemporáneo. Wolverine es un superhéroe sin causa. Es difícil comprometerlo con algo, toda revolución le es ajena. Es él mismo quien decide por quién o qué vale la pena luchar haciendo caso omiso, igual que algunos ejecutivos de Wall Street, a cualquier consideración moral. Vasta que las circunstancias se vuelvan personales para que él se decida a estar allí. Es un antihéroe en el que su poder coincide con su gran tragedia. Ser inmortal, para él, no es otra cosa que tener una existencia en la que todas las causas y las personas con quienes se ha establecido alguna relación de confianza te traicionan.
Una frase que podría ayudar a concluir toda esta intrincada propuesta, debido a que las palabras trabajo y tiempo son centrales en su formulación, es aquella que repite una y otra vez José Mujica en cada una de sus entrevistas –un eslogan que con seguridad ningún otro político en la historia del mundo vuelva a utilizar- y es aquella según la cual definitivamente no compramos cosas con plata sino con el tiempo de la vida que tuvimos que gastar para tener esa plata. Y de ser así qué nos queda entonces si necesitamos de ella. ¿Nos queda el reconocimiento? ¿Nos quedan esos pequeños triunfos diarios? ¿Nos queda el regreso a casa? ¿Nos queda de entre todas las actividades aquella que ejecutamos con mayor virtuosismo? ¿Y no es acaso por eso que se enfrentan a la muerte todos nuestros héroes?
Quizás para algunos sea más sencillo de lo que podemos imaginar. En homenaje hecho por History Channel a Stan Lee se le pregunta por qué no se conformó con haber creado un puñado de superhéroes no más o si ha pensado en el retiro. Él responde que “cuando la mayoría se retira dice ‘al fin tendré la oportunidad de hacer lo que siempre quise hacer’. Yo hago lo que siempre quise hacer… no me castiguen haciendo que me retire”. Sin embargo, yo sospecho que a quién realmente deberían dar las gracias sus fanáticos es a Joan, su esposa, es evidente, al final del documental, que es por ella por quien siempre tuvo la necesidad de conseguir algo de dinero extra.

10 febrero 2015

Cuando hablar de innovación dejó de ser innovador


   Sabemos cómo se ve un lugar que ha sido habitado por personas innovadoras: muros, paredes y vidrios atiborrados de posits de colores por temas o tareas; líneas de marcadores que más que establecer jerarquías vinculan nodos; migajas en el piso, mesas vacías y hasta sillas descompuestas. La función de ese lugar no es otra más que definir los límites de un rizoma –al estilo Deleuziano– en el que nexos invisibles, estimulados por ojos ávidos de ideas, se conectan con los portátiles, las tabletas, los celulares, los pensamientos que aún se sostienen por el buen desempeño del adhesivo y las voces a destiempo de los demás. Y cómo no ilusionarse si ahí está la promesa de materializar lo inesperado. Ese algo en el que innovar podría confundirse con: crear, inventar, diseñar, hacer la diferencia.
   Hablar de innovación fue, en su momento, un asunto revolucionario por sí mismo. En los últimos años, y cómo si fuera fácil, se ha producido un elevado interés por transmitir metodologías o estrategias que generen personas, empresas y hasta ciudades innovadoras. La saturación a la que ha sido sometida la divulgación de este concepto no solo opaca alternativas más convenientes, también obliga al abuso de nombrar como innovaciones productos y servicios que no admitirían rotulo alguno y, pese a que en el lapso de unos pocos años se han creado escuelas, programas y cursos de extensión con este concepto como eslogan, no es difícil prever un momento en el que la innovación misma dejará de ser una novedad. Y quizás ese momento ha llegado.
   Malcolm Gladwell, sostiene que “los innovadores suelen ser solipsistas. A menudo quieren meter cada hecho callejero y experiencia en su nuevo modelo”. Y quien podría negarlo, si es lo que en los últimos años ha estado pasando en Colombia. Innovar es solo una de las muchas estrategias que se han inventado los países desarrollados para hacernos sentir útiles o darnos la oportunidad de obtener algunas ganancias. En rigor, hasta ahora, la innovación ha premiado o ha considerado pertinente valorar a aquellos que, en un país como el nuestro, han tropicalizado sus invenciones; es decir, han dado un uso inesperado a tecnologías, metodologías o productos que han sido creados y desarrollados en otras latitudes. Trabajamos sobre sus plataformas.
   La innovación se obtiene entonces siguiendo unos parámetros, una hoja de ruta. ¿Es de esa forma, realmente, que el mundo avanza? La innovación está vendiendo la idea de que los grandes revolucionarios de la ciencia y la tecnología fueron personas que siguieron las reglas. Si algo debiera enseñar la innovación es cómo no seguirlas y tal vez lo hace, pero cuántas empresas están dispuestas a escuchar un empleado para quien las reglas son un enemigo más. ¿Qué persona responsable contrataría a alguien así? No, si hay algo en el mundo empresarial es gente responsable. Y si hay una necesidad latente para un país subdesarrollado es personas que acaben con los paradigmas y los favoritismos. Son ellas quienes tienen las ideas en las que no han pensado los demás.
   Quiénes son los verdaderos innovadores entonces. Aquellos que crearon las herramientas que hoy nos permiten, siguiendo una metodología, hacer algo nuevo. Y ahí estaban, acompañando a todas esas personas que solo hace un momento dejaron el salón: la rueda, la silla, la mesa, el vidrio, los marcadores borrables, el Wi-Fi, el celular, el portátil, las tabletas, los celulares y hasta los posits. ¿Qué más se necesita para ser innovador? Debería ser la pregunta más pertinente.
   Pese a querer hacer pasar el concepto como revolucionario, no hay tal revolución. ¿Quién obtiene el verdadero beneficio entonces? Esos ojos entusiastas, habidos de originalidad y creatividad no son más que engañados con promesas que al final conducen a metodologías y estrategias para que adaptemos, ensamblemos, peguemos, como a un organismo descompuesto, prótesis que fueron diseñados para las extremidades de otros. En este punto no se podría estar en desacuerdo con Finkielkraut. Su visión vitalista y transgresora de lo que debería ser la innovación es mucho más cercana a nuestras necesidades que las ofrecidas por las academias. Sostiene el pensador francés que, para “un mundo abocado al movimiento, innovar de verdad sería frenar, actuar contra el orden establecido, dar un paso para salirse de sus márgenes”. Además, la subversión no consistirían ya en seguir con la cabeza baja, sino en mirar el paisaje (Finkielkraut, 2001, p. 139). Las preguntas acá están relacionadas con lo obvio ¿Quién o quiénes son los que imponen su ritmo y movimiento en el mundo? ¿Cuál es el orden establecido? ¿Por qué hemos mantenido la cabeza baja? ¿Qué nos depara el paisaje?

Carlos Andrés Salazar Martínez

Bibliografía
Finkielkraut, Alain (2001). La ingratitud: Conversación sobre nuestro tiempo. Barcelona: Anagrama.
Gladwell, Malcolm (4 de octubre de 2010). Small chance: why the revolution will not be tweeted. The New Yorker. Disponible en http://goo.gl/FS1MWd.

25 enero 2015

Química más fábula Breaking Bad

Hasta ahora, a excepción de Goethe, nadie había sacado tanto provecho de la química para contar una historia como lo hicieron los realizadores de Breaking Bad (2008 -2013). En la serie, producida por sony pictures, el uso de la ciencia y en particular de la química como elemento estético es clave y sirve de excusa para explorar ideas en torno a esa extraordinaria producción y asuntos cercanos a la sublimación de la televisión. No es pertinente, eso sí, detenerse en justificaciones absurdas acerca de la inevitable pregunta por la industria del entretenimiento. Sin embargo, sí es oportuno valorar el esfuerzo que productores y autores independientes –un concepto por demás difuso en el mundo contemporáneo– han hecho para acercarse a estrategias propias de la literatura; ofreciendo, en apariencia, la idea de que tener un público masivo y dispuesto a comprar cuanto objeto promocional aparezca, es lo de menos.

http://goo.gl/Ro7lfU