Quisiera que estuvieras aquí para verlo… Y estarás
Johnnie Walker
Hola, mi nombre es Peter
Parker y soy fotógrafo. Mi nombre es Clark Kent y soy periodista. Thomas A.
Anderson: desarrollador de software… ¿Mi nombre? Baldí, abogado. Podría parecer
un despropósito poner en todo este vericueto al famoso personaje de Juan Carlos
Onetti pero es que la pregunta que está por título podría haber sido planteada
al revés ¿Por qué los empleados precisan una aventura? Y es que ese posible
Baldí que transita el relato del autor uruguayo y cuenta historias a las Bovary
de plaza Congreso es un extraviado oficinista sujeto a la necesidad de inventar
una identidad para vencer a su peor enemigo: el trabajo. Quizás mi abuelo tenía
más razón de la cuenta cuando me decía que acumulara recuerdos, que para él
fueron la única compañía posible en sus solitarias y extenuantes jornadas de
trabajo. Y aunque jamás ha precisado qué tipo de recuerdos son los adecuados, a
mí me gusta creer que deberían parecerse a los de ese improbable Baldí o a los
de algún superhéroe.
Es difícil determinar la
razón por la cual algunas de las personas que invaden los medios de
comunicación, como superhéroes, parecen ajenos a esos sentimientos propios del
trabajo. En otras palabras uno nunca podrá ver a Messí y Cristiano Ronaldo como
un par de asalariados. Uno sí sabe que Federer, Daniel Day-Lewis o Scarlett
Johansson, por ejemplo, ganan mucho dinero pero jamás podremos imaginarlos detrás
de un escritorio. Hay personas en el mundo para las que su vocación y su
trabajo parecen coincidir y, tal vez, sea ese el motivo por el que no vemos
para ellos una oficina, una rutina o un jefe. De hecho es sólo cuando alguno decide
confesarse que las cosas parecen tener sentido; como cuando Gabriel Omar Batistuta
declaró que el fútbol no le gustaba, que simplemente era su trabajo. O como cuando
algún cantante decide emular a Hector Lavoe para gritarle al público que pese a
tanta tristeza debe ponerse, una y otra vez, el overol. ¿Y qué pasa si algún
día nos levantamos convertidos en un insecto? Pues sí, angustiarnos porque no
podremos llegar a la oficina a tiempo. Y es que el trabajo, su capacidad para
hacerse nuestra única preocupación hace que, para quienes no tenemos la suerte
de que coincida con nuestra vocación, se convierta en el lugar al que debemos
hacer converger lo que somos y lo que queremos ser.
En sus Meditaciones pascalianas Pierre Bourdie
dedica especial interés a los efectos que tiene el trabajo en la vida. Quizás
una de las más interesantes reflexiones sea aquella que gira en torno al hecho
de que los seres humanos vivimos inmersos en el enfrentamiento constante entre las
esperanzas subjetivas y las posibilidades objetivas, entre las expectativas que
tenemos de la vida y el mundo que permite cumplirlas. Y es precisamente cuando
percibimos que unas no se corresponden con las otras, que debemos “orientar las
aspiraciones hacia objetivos más realistas, es decir, más compatibles con las
posibilidades inscritas en la posición ocupada”. La propuesta de Bourdieu concluye diciendo
que el trabajo es una fuerza que genera un habitus,
es decir genera prácticas objetivamente ajustadas a las posibilidades. Y es
cuando logramos ser conscientes de esto último, que percibimos la cadencia de
la vida y se va consolidando un destino. Sostiene Bourdieu que es allí cuando nacen todos esos
sentimientos que se encuentran en función del tiempo –y a los que tanto
provecho les ha sacado la literatura contemporánea–. La espera o la
impaciencia, el lamento o la nostalgia y el tedio o el descontento son,
justamente, las sensaciones que relacionamos con el trabajo y que parecen no
tener cabida en aquellos para los que las posibilidades se vuelven cómplices de
sus esperanzas.
En las últimas películas
de superhéroes, por ejemplo, se ha intentado demostrar que estos personajes
-pese a ser lo que son- no tienen resueltos todos sus asuntos. Es decir, a
ellos el paso del tiempo también parece atravesarlos. Sus expectativas y
posibilidades parecen no corresponderse y se fracturan. Se les niega
constantemente expresar, a través de sus acciones, lo que son en realidad. Pero
en su caso esa relación que plantea Bourdieu entre la illusio y las lusiones se
invierte: su identidad se debate entre el ser conscientes que lo pueden todo y
el saber que no es posible cumplir con las expectativas que les han sido
impuestas. En toda esa legión de nuevos personajes míticos el drama de Bruce
Wayne es mucho más paradójico que el de ningún otro, su fortuna le permite ser
el único para el que todo es posible sin su máscara, mientras que con ella no
deja de ser una persona intentando pertenecer al grupo de aquellos a quienes su
naturaleza misma otorgó algún poder especial.
En todo caso, la discusión
respecto a qué debe pensarse sobre el trabajo y sus formas siempre estará
abierta. De hecho, las manifestaciones populares parecen no ponerse de acuerdo
con respecto a sus beneficios, no olvidemos que trabajar es para el buey y Dios
lo hizo como castigo; en algunos casos, incluso, se avizora la jubilación como la época más feliz de la
vida. Sin embargo, tanto los seguidores de Voltaire como de Martín Lutero
rescatan la importancia del trabajo como forjador del carácter de los hombres.
Recordemos que trabajar es lo que hace grande al corazón y le da firmeza a la
mano. Sin embargo, y pese a las discusiones, las formas que ha tomado el
trabajo tanto en tiempo y espacio han cambiado radicalmente. Obviamente los
medios de transporte, la arquitectura, los materiales y la tecnología tienen
mucho que ver en ello. Son esas transformaciones y su influencia en los seres
humanos las que en las últimas décadas han llamado el interés del sociólogo
norteamericano Richard Sennett quién en uno de sus libros: la corrosión del carácter señala cómo esas transformaciones nos han
llevado a un punto en el que la fidelidad a una empresa, a una profesión, son
deseos anacrónicos; y, por qué no, hasta la lealtad a ciertas causas.
Sennett hace un recorrido
por los cambios que ha sufrido el trabajo en los últimos doscientos cincuenta
años y el impacto de estos en las personas y las sociedades. Pasamos de vivir
en las casas de nuestros maestros artesanos, en su taller y compartir la mesa
con su familia a tener que recorrer a diario la distancia que separa nuestra
casa del lugar de trabajo. Una distancia, de hecho, que consume parte de
nuestro tiempo vital y que sirve de purgatorio entre el lugar en el que somos y
el lugar en el que nos imponen ser –donde sea que quede ese lugar para cada
persona y tanto de ida como de vuelta-.
Durante esos dos siglos y
medio hicimos el salto del artesano cualificado al obrero especializado, del
conocer con detalle cada una de las etapas del proceso de un producto a no
conocer más de una. De ser conscientes de nuestro papel dentro de la producción
de un artefacto a no poder acertar en decir qué es lo que hacemos. De darle el
lugar apropiado a las máquinas para hacer aquello por lo que se les creó a que los
computadores programen e indiquen el lugar en el que debemos recoger los
productos dentro de una planta y qué lugar nos corresponde ocupar dentro de
ella. Habría tiempo suficiente durante estos años para que incluso el
nacionalsocialismo nos convirtiera en materia prima y producto terminado de
todas nuestras manías por el archivo, los inventarios y la industrialización. Y ahora -para no ir más lejos- la familia se
fragmenta al permitir que tanto hombres como mujeres se ausenten de casa y sean
capaces de considerar que con una vídeo-llamada es más que suficiente.
En medio de todo ese
recorrido sin embargo, queda en deuda el hecho de que muy pronto, y para un
gran porcentaje de la población, el trabajo volverá a hacerse desde la casa –a
diciembre del 2013 se contaban 31.533 teletrabajadores en Colombia-. En otras
palabras, la casa será un lugar en el que la familia será víctima, nuevamente,
de otra transformación y las sociedades deberán dar respuesta a nuevas
preguntas. ¿Serán acaso cosas del pasado eso de las jornadas laborales, los
jefes, los compañeros, las hojas de vida? Y para qué vivir entonces cerca de
las ciudades. Y cómo sentirse comprometido con una institución cuya identidad
se desvanece en las pantallas de los computadores y las especulaciones de los
accionistas. ¿Y qué puede criticársele a la rutina? Recuerda Sennett que desde
la perspectiva de Montaigne la
costumbre consolida una habilidad, pero el precepto de no cambiar una costumbre
es una tiranía; las costumbres buenas son “proyectos” que dejan la libertad
necesaria para producir diferentes “resultados”. Es decir que en el debate
sobre los beneficios de la rutina tenemos aquella que nos permite hacer algo
bien y con ello la sensación de que somos útiles y que hemos sido llamados para
hacer algo que muy pocos son capaces de hacer. Ser diferentes es otra de las
maneras en que el trabajo nos compromete.
La pregunta frecuente es
por qué hacer algo que nunca se nos ha pedido. Por qué seguir esclavos de esa
tarea, nada fácil, de levantarnos todos los días y darnos forma. ¿Es acaso
nuestro deber como especie exponernos al mundo con un traje que encubra por un
momento la más trascendental de las tareas, esa de hacer coincidir lo que somos
con lo que queremos ser? Es acaso por esos pequeños triunfos que llenan los
días de los artesanos, los periodistas, los desarrolladores de software o las
secretarias: el acabado perfecto, el texto impreso, una rutina sin warnings o
una encomienda a tiempo. De los ejecutivos para abajo la vida está inundada de
pequeños triunfos diarios; de los ejecutivos para arriba todo es parte de un
plan mayor e incomprensible cuya distancia a la meta los alienta a ponerse de
pie en las mañanas. Es más, en medio de todas esas desperdigadas victorias,
hasta los superhéroes se aburren.
Una de las ideas en las
que coinciden Bourdie y Sennett es que el trabajo permite, a quienes no parecemos
tener algún propósito, no una identidad pero si la sensación de que estamos
comprometidos. Es una respuesta a la pregunta por el sentido de nuestras vidas
ya que, en el trabajo, dicho compromiso parece no ser con la institución más
que con los colegas. Es tal vez por eso que las formas y estilos de las
oficinas han cambiado y hemos dejado atrás los herméticos cubículos o las
divisiones piso-techo por espacios abiertos que motiven el intercambio de ideas,
incluidas las experiencias personales. Incluso llevarse bien con los colegas no
solo mantiene cohesionado un equipo de trabajo además –según un estudio de la
universidad de Tel Aviv- alarga la vida. Es por eso que los demás siempre han
sido un incentivo poderoso.
[…]
hay en la acción [de trabajar] una
felicidad que supera los beneficios patentes (salario, precio, recompensa) y
consiste en el hecho de salir de la indiferencia (o la depresión), de estar
ocupado, proyectado hacia unos fines, y de sentirse dotado, objetivamente y,
por lo tanto, subjetivamente, de una misión social. Ser esperado, requerido,
estar agobiado por las obligaciones y los compromisos, no significa sólo evitar
la soledad o la insignificancia, sino también experimentar, de la forma más
continua y más concreta, la sensación de contar para los demás, de ser importante para ellos y, por lo tanto,
en sí, y encontrar en esta especie de plebiscito permanente que constituyen las
muestras incesantes de interés –ruegos, solicitudes, invitaciones- una especie
de justificación continuada de existir.
Pertinente es considerar
entonces lo que sucede con aquellos en los que esperanzas y posibilidades
coinciden. Son una rara especie. Con mayor razón ahora que las empresas, debido
a condiciones propias del mercado, dejaron de sernos fieles -y bueno, pese a
que ahora existen tantas carreras y profesiones como para sentirnos
identificados con alguna-. Unas décadas atrás los trabajadores se comprometían
con las empresas en una especie de matrimonio, crecían con ellas, eran
conscientes de sus debilidades y pese a ello persistían. Al punto que su
identidad, su carácter, el propósito de sus vidas coincidía con los objetivos
de las fábricas y hasta con los de sus dueños. Sin embargo, ahora, con la
extinción de las empresas que eran capaces de hacer promesas a largo plazo a
sus empleados se extinguieron también los empleados capaces de jurar lealtad, o
por lo menos de hacer que sus expectativas se confundan con las de ese lugar al
que acuden a diario.
James Howlett, es el
superhéroe que quizá mejor encarna el carácter del trabajador contemporáneo.
Wolverine es un superhéroe sin causa. Es difícil comprometerlo con algo, toda revolución
le es ajena. Es él mismo quien decide por quién o qué vale la pena luchar
haciendo caso omiso, igual que algunos ejecutivos de Wall Street, a cualquier
consideración moral. Vasta que las circunstancias se vuelvan personales para
que él se decida a estar allí. Es un antihéroe en el que su poder coincide con
su gran tragedia. Ser inmortal, para él, no es otra cosa que tener una
existencia en la que todas las causas y las personas con quienes se ha
establecido alguna relación de confianza te traicionan.
Una frase que podría
ayudar a concluir toda esta intrincada propuesta, debido a que las palabras
trabajo y tiempo son centrales en su formulación, es aquella que repite una y
otra vez José Mujica en cada una de sus entrevistas –un eslogan que con
seguridad ningún otro político en la historia del mundo vuelva a utilizar- y es
aquella según la cual definitivamente no compramos cosas con plata sino con el
tiempo de la vida que tuvimos que gastar para tener esa plata. Y de ser así qué
nos queda entonces si necesitamos de ella. ¿Nos queda el reconocimiento? ¿Nos
quedan esos pequeños triunfos diarios? ¿Nos queda el regreso a casa? ¿Nos queda
de entre todas las actividades aquella que ejecutamos con mayor virtuosismo? ¿Y
no es acaso por eso que se enfrentan a la muerte todos nuestros héroes?
Quizás para algunos sea
más sencillo de lo que podemos imaginar. En homenaje hecho por History Channel
a Stan Lee se le pregunta por qué no se conformó con haber creado un puñado de
superhéroes no más o si ha pensado en el retiro. Él responde que “cuando la
mayoría se retira dice ‘al fin tendré la oportunidad de hacer lo que siempre
quise hacer’. Yo hago lo que siempre quise hacer… no me castiguen haciendo que
me retire”. Sin embargo, yo sospecho que a quién realmente deberían dar las
gracias sus fanáticos es a Joan, su esposa, es evidente, al final del
documental, que es por ella por quien siempre tuvo la necesidad de conseguir
algo de dinero extra.
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