22 mayo 2018

Del amor y sus nuevos demonios



En Carlos E, un barrio que conecta el centro de Medellín con el occidente de la ciudad, hay un parque cercado por edificios residenciales sin ascensor y al que confluyen, en una especie de tregua, profesores y estudiantes. Los desprevenidos saludan a quien parece conocido y los del equipo intentamos que el par de hamburguesas comunitarias a las que invita David rindan más agregando toda clase de salsas y aderezos.  
Ella no fue hoy al entrenamiento pero en Carlos E se ha sentado frente a nosotros. Ha estado hablando con Jaime y Walter. Este mes ya la había visto un par de veces. Acostumbra mirar los entrenamientos, saluda a algunos compañeros del equipo y se va. Primera vez que la veo de jeans, las otras dos veces ha tenido el aspecto inconfundible de una jugadora de voleibol: las rodilleras tumbadas en los tobillos, pantaloneta gris, licra negra debajo, camisa ancha con nudo en la espalda, cola de caballo en el pelo. Podría decir que es linda pero demasiado flaca, que sus senos apenas se insinúan en la blusa, que su sonrisa tiene algo de siniestro pero que me gusta su cuello, me gusta largo, me gusta cierto músculo abierto, que desde éste se une con la espalda, da la impresión de una estructura firme y bien calculada.  
El entrenamiento fue realmente agotador. Mis pantorrillas piden un estiramiento leve y las estiro. David asume el patrocinio de quienes quedamos. Walter se acerca sonriendo con la tercera cerveza de la noche en la mano, me ofrece un poco y me pregunta por la hora a la que debo irme. Pensando una respuesta, recuerdo que hace un par de semestres me quedé sin tomar el último bus. Esa noche debí caminar hasta la casa. Y mientras mi conciencia divaga recordando la frustración de ese día, Jaime se acerca con la voleibolista. Sonríe y abriéndolpaso me dice. 
  • — Que te quieren conocer 
Ella me estrecha la mano. Su mirada, inesperada y expresiva, me hace enmudecer.  
  • — Hace mucho quería hablar contigo —Dice y sonríe. Voy a decir mi nombre pero ella continua — Casio, ya lo sé, mucho gusto, Angélica. 
Suelto su mano, miro a mi lado, ni Jaime, ni Walter, solo el asombro, mi propio asombro. 
  • — Otra cerveza —Afirma y señala la licorera. 
Ella se adelanta y yo tomo el bolso con la ropa de entrenamiento. Alcanzo a ver a los del equipo señalándome y sonriendo. Tengo hambre y sólo me queda el pasaje. Desde afuera de la licorera veo a Angélica recostarsen el mostrador. Pone en punta su pie derecho. Saca del bolsillo de atrás dos billetes de veinte pide dos vasos michelados, hielo y medía de ron. Mis músculos se enervan para luego, en una distensión instantánea, tirar mis hombros hacía abajo. Como cuando pierdo un partido en el que he puesto todo. Toma la devuelta, la pone en su bolsillo y rasca, aún con la mano adentro, su nalga derecha. 
  • — Evitemos a tus amigos —Me dice en un tono que denota más una orden que una sugerencia.  
Ella misma abre la botella. Mi cuerpo sabe que no es posible beber tanto, le es necesario interceder por mi conciencia. La que, inevitablemente, tiene su atención puesta en Angélica. Sentados un poco más lejos del equipo, bebemos nuestro primer trago. Sólo he podido hacer las preguntas básicas ¿Cuál es su posición preferida jugando voleibol? ¿En qué carrera está? ¿Qué semestre? ¿De dónde conocía a Jaime y a Walter? ¿Realmente quería conocerme? 
  • — Me gustan tus piernas —Y su sospechosa sonrisa se hace una tierna carcajada— Pero, la verdad… no soy la única que quiere conocerte, sé de otras cuatro que se morirían por… Bueno, por conocerte. 
Siento mis ojos hacerse pequeños ante la duda. Justo como ese momento que precede un partido difícil y uno mira a quien será su rival. 
Yo doy pequeños golpecitos a mis piernas para sentirlas, para evitar el entumecimiento. Con cada confesión de Angélica, volteo a mirar a los chicos, solo quedan cuatro. Y recuerdo que habíamos quedado en tomar solo cerveza, mañana hay partido de campeonato. Me confiesa que van a verme entrenar, me insinúa que el uniforme rojo se me ve mejor que el blanco, me dice que le gusta que utilice camisas para ir a estudiar en lugar de camisetas. Y me pregunta por qué llevaba tanto tiempo sin ir a Carlos E. Que ella llevaba tiempo esperándome.  
Su mano izquierda masajea mi pierna derecha, su pulgar firme va y vuelve hasta mi rodilla, haciendo presión cada vez un poco más. Me explica que así es como lo hace con sus compañeras luego de los entrenamientos. Sobresaltandose, busca algo de manera acelerada en su bolso y saca un celular. Un Nokia 3210 nuevo. Deja que el ringtone polifónico suene un poco más mientras mira el nombre de quien llama en la pantalla monocromática y contesta. 
  • — ¿No adivinas con quién estoy hablando? 
¡¿Qué?! Vaya sorpresa. ¿Alguien podría adivinar con quién está hablando? La sola pregunta demuestra que las probabilidades de una respuesta correcta, al otro lado de la línea, son altas. Recuerdo las otras cuatro amigas de las que me habló. Por primera vez, me pregunto si todo esto es real. Es decir, ¡¿De verdad?!. Angélica no pierde su tiempo hablando y cuelga no sin antes prometer, a su interlocutor, contarle todo al día siguiente. Sirve otro trago, me mira. Mis cejas altas arrugan mi frente esperando una explicación. 
  • — ¿No te dije? Me gustas. Todos ya saben. 
Fue inevitable pensar en un beso. La única forma de dejarse de conjeturas es encontrar la prueba, acudir a la demostración. Un poco de ron, un poco de sal, no morder los hielos. Pongo mi mano sobre su espalda. Me parece que se desvanece. Respira profundo, entorna sus ojos y pone su cabeza sobre mi hombro. Aproximo mis labios a su pelo, su olor me produce un fugaz recuerdo. Con mis nudillos busco su escápula y froto suavemente. Llevo días necesitando que alguien haga lo mismo por mí. Ronronea un pocoLa beso. Mi mano se precipita por su espalda y la dejo, cómoda, sobre la pretina de su jean. 
*** 
Walter y Jaime pasan por el lado del parque en el que estamos y dicen adiós desde lejos. Se portan realmente serios, aunque mañana. ¡¿Quién los aguantará mañana?! Con ese par lejos, sin el resto del equipo cerca, hecha la demostración y ante la certeza, decido besarla de nuevo. Nos miramos incrédulos. ¿Quién diría? Decimos al mismo tiempo. 
  • — Sé que tienes que irte —Repone Angélica— Está por pasar el último bus a tu casa y no tienes dinero suficiente para el taxi. No te vayas. Quédate la noche conmigo. Puedo ofrecerte un trabajo esta noche. Es plata fácil. 
  • — Qué te hace pensar que necesito dinero. No sería la primera vez que me devuelvo caminando a la casa —Respondo algo molesto. Pensando en todas las cosas que ya ha probado saber sobre mí. 
  • — No te molestes. Piénsalo. Voy al baño. Puedes irte si quieres pero, si te quedas, mañana tendrás suficiente para pagar tu matrícula del próximo semestre y ahorrarte lo que ganas ayudándole a tu papá.  
Se aleja asegurándome que no vamos a cometer ningún delito, que todo es legal. En la universidad uno alcanza a escuchar todo tipo de historias, muchas más si estás en un equipo. Oscar, nuestro capitán, una noche de campeonato, exhausto, nos contó del día en que entrando a la facultad un tipo lo llamó por su nombre y le dijo que lo habían recomendado para un trabajo. Que sabían de lo bueno que era como auxiliar de laboratorio, que no desaprovechara sus estudios de química. Oscar nos confesó que los dos millones de pesos que recibió, por las 48 horas que le tomó obtener la cantidad de clorhidrato de cocaína que le exigieron, tenían una especie de maldición. No hizo nada bueno con ellos. Se sintió miserable. Pensó en los niños que consumirían la droga que preparó, las sobredosis de los inexpertos y los insaciables, los crímenes que se cometerían bajo su efecto y le pareció que todo empezaba y terminaba en él. Que todo efecto secundario se daría la vuelta para señalarlo. Oscar nos recordó que el mismo día que lo encontraron para ese trabajo desapareció un estudiante de mecánica y uno de electrónica. Se decía que tenían la idea de construir sumergibles no tripulados. 
*** 
Caminamos solo unas calles pero para mí fueron suficientes. Sentí de nuevo los músculos tensos. Angélica me señala un edificio una cuadra más adelante. Me sugiere mostrarme tranquilo. Con ese particular entusiasmo con el que me había convencido de ir con ella me promete el mejor sexo de la vida, eso no podía ser un crimen ¿O sí lo era? No veo en ella sino confianza, confianza en sí misma, cada uno de sus movimientos al caminar me transmiten una sensación de libertad inusual, se gira hacía mí con cierta frecuencia, da pasos largos como buena deportista, pisa firme. En cada cruce, en cada esquina, mientras esperamos que pase algún carro, yo la beso.  
No sé exactamente qué es lo que me impide sentir el miedo que debería sentir. Nada me es conocido. De hecho, Angélica sigue siendo una desconocida. No sé si es la franja de piel que exhibe el, en exceso, bajo talle de su jean, si es el músculo en su cuello, si han sido los besos. Más allá de todos esos detalles, sospecho que fue su fuerza, me he dejado arrastrar por su seguridad y entusiasmo. Las mujeres que he conocido hasta ahora han sido demasiado dulces y yo demasiado cobarde. Angélica ha demostrado ser diferente. 
El edificio no tiene ninguna seña particular. No es un motel, no puede serlo. Es más bien sobrio, de unos diez pisos de altura. Ventanales opacos en cada uno de los pisos y en el de la portería. Una pequeña cámara está instalada sobre el marco de la puerta. Angélica mira hacia ella y hace un gesto que no alcanzo a percibir del todo bien. Alguien abre y se filtra el sonido de un timbre del otro lado.  
Atravesando la puerta me enfrento a la inevitable zozobra recordando orgulloso el silencio inquisidor de mis horas de estudio y el ruido valiente de cada buena jugada. Nos ubicamos en una especie de lobby de hotel. Una decoración sencilla pero elegante hace juego con unas pantallas de televisión en las que se proyectan documentales de Animal Planet. Angélica se voltea, toca mi pecho como asegurando un botón mal abrochado y pone su celular en mi mano. 
  • — Llama a tu casa. También sé que no tienes celular. Inventa una excusa. No volverás hasta mañana. 
No importa la excusa. Estoy seguro de que me tiembla la voz. Que en la casa saben que es una mentira. Pero les aseguro que todo estará bien. Probablemente mi papá ha dicho con orgullo a mi mamá: “ya era hora que Casio…” y hasta ha pronunciado nuestro apellido con un orgullo inesperado. Veo a Angélica hablando con un hombre delgado, de ropa ancha, con ojeras como las de quien no puede estudiar por estar trabajando. La veo señalarme mientras mi mamá persiste en hacer preguntas para las que no tengo respuestas: ¿Con quién estás? ¿Dónde estás? ¿Qué vas a hacer hasta mañana? ¿Por qué no vienes? ¿Y tus amigos del equipo? ¿De qué número me estás llamando? 
  • — Bueno, todavía puedes decir que no. ¿Estás cansado? No puedes estarlo. Te he visto jugar, eres uno de los mejores del equipo. Eres fuerte, rápido. Puedo darte un Red Bull. Eso siempre funciona para mí. 
No había percibido que estábamos solos y, en privado, como buscando valor, siento que puedo besarla de nuevo. Lo intento, pero pone su frente en mis labios y me abraza. Abre una pequeña nevera, oculta detrás de un sofá y me da una lata de Red Bull. Para ella una botella de agua simplemente. Me dice que caminemos hacía el ascensor mientras me explica que ha querido ser una de las chicas que manejan el mini cooper de Red Bull por la ciudad, ir a conciertos, ir a eventos en Llanogrande, a campeonatos deportivos. Que siempre ha buscado maneras de conseguir algo de dinero y que esa le parece la más divertida.  
  • — Aún puedes decir que no —Me dice mientras pide el ascensor. 
*** 
Había imaginado que la habitación se parecería a una de hotel pero resulta ser una como la de una casa cualquiera. Es la fiel imitación de una habitación universitaria más un baño privado. Da pie para pensar que en algún momento entró una mamá furiosa y organizó el desastre de su hijo. La única diferencia es que frente a la cama, empotrado en la pared, había todo un equipo de producción cinematográfica: micrófonos, un par de cámaras, una pantalla de computador más grande de lo usual, una torre de última generación, teclado, mouse, cables, muchos cables y una especie de pequeño servidor.  
  • — Te dejarás llevar. No tienes que fingir nada. Siempre lo he hecho sola. Es primera vez que estoy con alguien. Estoy hasta nerviosa. No podría haber imaginado un mejor acompañante. Contigo pagaran el doble por cualquier cosa que me pidan hacer. 
Yo no estoy seguro de qué es exactamente lo que deberé hacer o lo que nos pedirán. En este punto no pienso siquiera en decir que no. Quiero continuar, siento el impulso a hacerlo, como si mi cobardía estuviera exhausta por el entrenamiento, sometida por las ecuaciones y obnubilada por el alcohol. Como si se hubiera quedado sin argumentos y quisiera tener, por fin, algo que contar. 
Sin arrepentimientos, me repito varias veces mientras ella se desviste. Y desnuda me habla. Me habla como ninguna mujer desnuda lo ha hecho. Lo hace de frente a mí, sin recato, ocasionalmente se rasca el pezón izquierdo, el resto del tiempo permanece con los brazos abiertos y los hombros rectos. Se mueve por la habitación como probando que todo esté bien. Abre las llaves del lavamanos y la ducha, deja correr el agua sólo un rato y las cierra. Vacía el sanitario. Abre el closet y emite un breve murmullo de aprobación. Prueba la tensión de las fundas recostándose un poco sobre sus manos y se sienta en la mitad de la cama cruzando las piernas. Yo veo sus senos pequeños como lo había prometido su blusa, veo su abdomen liso, sin pliegues, inflarse con la respiración y hundirse en la almohada que se ha puesto para cubrir su vagina. Yo aún estoy de pie, había olvidado incluso el peso del bolso de entrenamiento en mi hombro derecho pero mi cuerpo, como sintiéndose en casa, me obliga a tenderme en la cama.  
  • — ¿Cuánto tiempo tarda en hacer efecto el Red Bull? —Alcanzo a preguntar en voz alta. 
Siento un dolor delgado detrás de mis piernas, siento mi cara en las sábanas limpias, percibo un olor a canela en la piel de Angélica y me quedo dormido.  
*** 
Angélica tiene ropa interior nueva. Se ve hermosa. El color resalta el decidido bronceado de sus piernas. Recogiéndose el cabello me dice que me duche, que nos conectaran pronto y debemos estar preparados. Que haremos el papel de nuestras vidas. Aún recostado en la cama el frio me hace notar que estoy desnudo. Siento vergüenza, no tanto por mi cuerpo, algo firme por el entrenamiento, sino por el hecho de que ella me ha tenido desnudo sin estar consciente. Ajeno a sí mi desnudes ha significado algo para ella. 
Mientras camino a la ducha, vuelvo a mirar en detalle todos los equipos de grabación que están en esa cuarta pared y me pregunto si aún estoy a tiempo de decir que no. Pienso que, definitivamente me gusta Angélica, pero uno nunca alcanza a imaginar que la primera vez con alguien va a ser de este modo. Y mucho menos que alguien que luce como Angélica pase sus noches haciendo esto. Si no me gustara, tal vez, pensaría de otra forma. No estoy seguro de haber llegado tan lejos en otro tipo de circunstancias. Y me invaden las preguntas ¿Sera verdad que soy el primero al que invita? ¿Jaime y Walter saben lo que hace Angélica? ¿Es posible desconectar estos aparatos y obtener unos cuantos minutos de privacidad? ¿Por qué no habrían de estar grabando desde que entramos? ¿Qué hizo Angélica mientras me tuvo desnudo? ¿Por qué no me ha hecho efecto el Red Bull? ¿Por qué hace ella esto? ¿Cuánto tiempo lleva haciéndolo? ¿Qué motivo la llevó a compartir su cuerpo? ¿Es realmente esto una forma de compartir el cuerpo?  
El chorro de agua golpea en mi cuerpo unos nervios templados ante la expectativa. Me giro para observar si está Angélica. Quiero saber si viéndola desde el resguardo que me proporcionaba el peso del agua puedo sentir una erección como las que sentí al besarla, cada una de las veces. Ella entra al baño y se baja los panties, se sienta en el sanitario y mientras orina, me pregunta si estoy listo. Enjuagándome le respondo que tengo unas cuantas preguntas. 
  • — Mira, lo peor que puede pasar es que nos pidan que te haga algo que tu no quieras. Simplemente decimos que no está en el menú de hoy. Aunque perdamos el cliente —Y, luego, dice segura. Con la misma seguridad con la que apretó mi mano cuando nos presentaron— Yo, de ti, si me dejaré hacer lo que sea necesario. 
Es como si no quisiera que llegara el momento en nos conecten, en palabras de Angélica, con Frankfort, Helsinki, Oslo, Copenhague, Estocolmo, San Petersburgo y cualquier pueblito en el medio. Quiero besarla, quiero que nuestra primera vez sea normal, que no haya intermediarios pero ella persiste en que sea así. Aunque, ahora, en este momento en el que el cansancio y el Red Bull han provocado una excitación mórbida en mí cuerpo, no sé si Angélica necesitó ser realmente persuasiva o he sido yo el que se ha ido dejando llevar.  
*** 
Los consoladores, los condones, mis humores y los suyos, las sabanas, las almohadas, la pantalla del computador y hasta su celular están en el piso. Visitaron nuestro enlace más que el de la noticia más polémica del día. Solo hubo tres solicitudes por fuera del menú del día. Hubiera perdido cualquier apuesta, pasaron cosas que nunca pensé hacerle a una mujer. Mi cuerpo comenzó a sentir una picazón al parecer producto de los lubricantes y el látex. Quitarme la sabana fue como quien quita un micropore de una herida. Al levantarme, me duelen los pies, los siento rígidos igual que mis ojos. Tengo ganas de correr, de desconectar todos los equipos. Angélica duerme boca abajo, evito tocarla y voy a la ducha. Me quedo allí entre 20 y 30 minutos, esperando que ella vaya por mí, para abrazarla. Algo de su sospechosa determinación o su vacío arrebato me hace falta en este momento. No tengo idea de cómo debo actuar. Acariciarla no volverá a producirme la misma alegría de cuando fue mía en la intimidad de cada esquina. ¿Si podríamos, tanto ella como yo, algún día, evitar pensar que los motivos para llevar a cabo algo siempre tienen una pizca de siniestro? 
Al salir del baño, veo sus ojos hinchados, algunas lágrimas resbalan por su rostro sin un gesto que revele claramente su emoción. Podría hasta decir que el aire acondicionado le irritó los ojos. No me atrevo a preguntarle nada. Esta vez su desnudez se contamina con el recuerdo. La veo caminar por la habitación esquivando los objetos, la veo abrir el closet del que momentos antes habían salido artilugios cuyo uso me debió ser explicado. Toma entre sus manos todos los productos de aseo disponibles en el closet, lleva algunos hasta el baño y vuelve por los restantes. 
  • — Me demoraré mucho tiempo. ¿Tienes hambre? Puedes ir al segundo piso. Allá hay comida suficiente. Puedes comer todo lo que quieras. Espérame. Pasaré por ti en cuanto termine —Intenta sonreír. 
La humedad en mi piel me hace recordar que estoy desnudo y debo vestirme. Busco en la cama una esquina limpia para sentarme. Me visto, tomo mi bolso de entrenamiento y salgo de la habitación no sin antes voltear a ver el cuerpo desnudo de Angélica, como para asegurarme de que no se han agotado las oportunidades para los dos. Pero no siento nada, la percibo como a una mujer más. Intento recordarla vestida, de pie, con su licra corta en sus piernas largas. Intento imaginarla jugando voleibol, muy cerca de la red esperando la ocasión para saltar a bloquear un ataque o clavar un punto. Busco razones para quedarme unos minutos más. Veo mis manos abiertas, tomo mi camisa y la llevo a mí nariz para sentir mí olor en ella. Cerrando la puerta tras de mí, advierto el rumor del agua desprendiéndose de la piel Angélica. 
*** 
Los samovares están encendidos, hay una persona vigilando que todo esté bien con la comida y se ofrece a servirme algo de tomar. Con su pregunta logra romper el silencio en el que me encontraba. Y, fijando mi vista en el salón, entiendo cómo es eso de estar tras bambalinas en un circo. Hay todo tipo de personas, como para todos los gustos podría decirse. Hay una persona haciendo mantenimiento a unos dildos, los pone en orden sobre una toalla blanca luego de pulir y lubricar sus mecanismos. Un grupo pequeño rodea a una maquilladora. Un nadador solicita ayuda a una enfermera para unas cuantas heridas en su espalda. Una chica como Angélica entra con una culebra en sus manos. Un hombre musculoso de tatuaje maorí en brazos y espalda acaricia un Boston Terrier. Veo a una pareja de ancianos en trusas de ballet sonreírle al perro. Hay un pantalón de cuero aquí, una falda de porrista allá, un par de senos explícitos. Veo un látigo rodeando un plato y a un par de esposas reservando un puesto. Alguien más entra como con crema pastelera en su cara. 
Y ¿Cómo moverme? ¿Qué puesto ocupar? De no ser por el mesero hubiera regresado a la habitación sin comer. Nadie voltea a verme. Clavo la mirada en la comida y su olor me produce nauseas. Veo una pequeña mesa con galletas, chocolates y magdalenas, lo único que me considero capaz de comer. Me siento en la única mesa que está libre. Me obligo a comer con asco. La garganta se siente pequeña. Por cada bocado tres sorbos de agua. Miro sin analizar, sin pensar en aquello de lo que cada uno de los presentes y sus objetos son signo. Intento recordar el cuello de Angélica. En su voz que me arrastró a esa habitación y me soltó en este segundo piso. Me reconforta sólo el hecho de tener algo que contar. Aún que, ¿si tendré el valor de hablar de esto algún día? 
*** 
Angélica se acerca limpia, fragante. Abriendo sus brazos hacía mí. Tiene ropa nueva. Me besa feliz la cabeza. Ya había hecho cuentas con su jefe, había sido una noche estupenda, financieramente hablando. Inexplicablemente se saturó el ancho de banda, se afiliaron nuevos usuarios. Necesitaran nuevos servidores. Me pide el número de cuenta para transferirme inmediatamente. A esta altura me sorprende que no lo sepa. Me dice que estará eternamente agradecida conmigo. Que yo no alcanzo a imaginarme por qué ella necesitaba este dinero. Que si quiero regresar, la segunda vez es siempre mejor que la primera. Que si acaso todo esto, me dice mientras muerde una manzana, no me parece realmente innovador.