04 enero 2012

Memorias de un hincha



Habiendo dejado atrás la época en que la violencia exigía quién perdía y quién ganaba, fue nuestro dinero, el de los hinchas que por años sufrimos los altibajos, el que puso las condiciones. Y habló para demostrar a directivos, técnicos y jugadores quiénes somos, en realidad, los dueños del torneo. En ese entonces, cuando la guerra entre los carteles no daba tregua, cuando salir de nuestras casas o ser vecino de un policía era suficiente para encontrar la muerte, en ese entonces, gozamos de nuestro mejor futbol. Al estadio, por igual, llegábamos hinchas, políticos y capos. Y el equipo rendía y los árbitros colaboraban ¿Qué sería de un partido si los árbitros no colaborarán? Y fuimos al mundial, y ganamos La Libertadores. Y uno que otro morocho se fue a conquistar Europa. Ese, fue el verdadero El Dorado.
Pero todo terminó. La época en la que con treinta mil pesos le agradecían a uno cualquier mandado. Aquel entonces en el que era sino proponérselo para ser rico y así no más. Todo eso se acabó.
Al igual que con los fiscales la compra de árbitros fue indiscriminada. Y ¡ay! del que sacara una roja en contra o del que condenara a extradición a algún amigo. Todos ya estaban advertidos. Y no sólo había platica para los árbitros, también veíamos cómo un incentivo adicional lograba que, aunque trastabillando por el cansancio, incluso los cracks dieran su vida por salir victoriosos del estadio. En cada partido, como los mejores gladiadores romanos, nuestros jugadores se entregaban. Nosotros éramos testigos de su valentía, de la gallardía y no sólo por la bonificación ni por los puntos; adicional estaba el temor a que en un autogol o desafortunada jugada pudieran perder la vida. Luchaban enfurecidos por esos tres puntos que en la tabla representan la gloria, para los apostadores la ruina, para los hinchas la euforia y para la mafia; para la mafia el regocijo por dar un espectáculo memorable a sus respetables consumidores. Y es que eso es lo que se les ha olvidado, qué somos el respetable.
En medio de esa aparente felicidad, obstinados, extasiados por los resultados, defendíamos nuestros colores, anunciábamos a los medios que el juez de línea tenía razón al anular el legítimo gol que hubiera significado nuestra derrota o nos mostrábamos satisfechos ante la ocasional complicidad de algún portero vendido. En contadas ocasiones acertábamos en decir que sí, que esa falta descalificadora existió pero que al central no lo dejó ver la lluvia. Que ellos, los de negro, también son humanos y como errar es humano... Inconscientes conocíamos las excusas que nos permitirían seguir rumbo a la cima.
Y los medios satisfechos al escuchar los pretextos también escondían su favoritismo. Sí, porque con ellos lo mismo y es que en ese entonces, ¿Quién no fue un vendido? Gritábamos a rabiar cuando las condiciones no nos favorecían, cuando la mafia del valle realizaba primero su oferta, instantes de suprema impotencia en los que el sudor corría por nuestra frente al tiempo en que los coros entonábamos. Nuestras gargantas se desgastaban mientras los ataques se insinuaban, se corría al ritmo impuesto por el balón; y allá, en la cancha, el Profesor, entregado como sus hombres a la defensa de un ideal, emitía órdenes golpeando la grama, cambiaba el orden táctico en beneficio del ataque, motivaba al volante de contención a salir adelante y subía la línea defensiva para ganar algunos metros.
Los de la tribuna esperábamos el gol. Rasgábamos las camisetas sufriendo al no tener la pelota. La lucha era apoteósica y con nuestros cánticos anunciábamos quiénes éramos los de la casa. Luchábamos contra el poder de los carteles vecinos.
Los funerales de nuestros ídolos nos veían concurrir a cientos. El sacerdote, por lo general, hincha de los colores que defendía el héroe caído, recordaba los momentos memorables y atinaba a cerrar la ceremonia con algún cantico solemne y representativo. El estadio nos esperaría el próximo domingo con un motivo adicional, las ansias de obtener tres puntos para enviarlos al cielo.
Y como dice la canción “nada es eterno en el mundo” y al futbol le llegó su hora. Las inversiones cesaron, aquellos capos a los que no mataron los extraditaron y quedaron al mando de la plata los que saben que no pueden dar visaje y se la guardan para ellos y nos abandonaron.
Nos abandonaron.
Los mediocres jugadores mantuvieron sus extraordinarios honorarios, sin comprender que somos nosotros los únicos por quienes su estabilidad ahora es posible, no comprenden que aún está en nosotros esa entrega rabiosa, que aún los mismos cánticos son entonados, que nuestro sudor continúa bañando las gradas mientras sus piques se trasforman en un trote quedo.
Las prolijas estrategias se convirtieron en una somnífera espera y dejamos de lado los múltiplos de tres para hacer cuentas de niño genio al final de cada temporada. 
No entienden aún que están sometidos a nuestros deseos y no importa si su sueldo excede por mucho al de cualquiera de nosotros. Lo damos todo por un segundo en el que con una gambeta sea ridiculizado el contrario o lo damos por los 8, 10 o 12 latidos de corazón que se suceden antes de un gol y por el suspiro de júbilo que lo celebra. Ni directivos, ni técnicos, ni jugadores aún lo entienden. Y yo, ya estoy cansado.

Carlos Andrés Salazar Martínez