08 enero 2016

Dónde acaba lo perfecto

Si uno lo pensara bien, no debería desear un mundo perfecto. De hecho, ser perfecto es un decir, acostumbramos alardear haciendo uso de ese difícil adjetivo. Y, cómo no, es también la manera en que nos venden tecnología en almacenes de cadena. Sin embargo, para la tecnología, no está lejos el momento en el que su próxima innovación consistirá en  sabotear sus propias virtudes.
En primer lugar puede decirse que uno de los síntomas de dicha perfección es que muchos son conscientes de su existencia porque un dispositivo electrónico los recuerdan, como sucede con ciertas ruinas en Tlön, Uqbar u Orbis Tertus. Pero, ¿y si un día la tecnología deja de reconocernos? Nunca ha sido más evidente el hecho de que son las cosas las que nos dan vida, nos ponen en acción. De hecho, cada vez son más comunes frases en las que, con cierta melancolía, hacemos alusión a la tecnología: Mis aplicaciones dejaron de pedir actualizaciones. Ni mi celular sirvió ese día. El televisor ya no es suficiente compañía.
Hace no muchos años éramos nosotros a quienes nos correspondía poner en movimiento. En la actualidad, incluso, la emoción sensorial de lo analógico ha tenido que ser emulada. El sonido de las perillas del televisor, el obturador de la cámara, el cambio de rollo, el rotor de la máquina de escribir, de las registradoras. El sonido cómplice del proyector de mi colegio.
En segundo lugar, la representación de la realidad a través de las tecnologías se ha enfrentado a las exigencias que imponen nuestros sentidos para interpretar como verosímiles sus ficciones. Los creadores de videojuegos tuvieron que ingeniarse maneras de provocar en los usuarios sensaciones que se adecuaran a las maneras en que los sentidos interpretan un mundo regido por leyes muy precisas y con las que aprendemos a entendernos desde nuestro nacimiento.
Los creadores de videojuegos han tenido, como ningún otro, que entender, describir, aprehender y reproducir la realidad. Es por eso, por ejemplo, que los muñecos de Nintendo son cabezones y de piernas chicas. No pueden ser perfectos. El creador de Mario Bros y The legend of Zelda, Shigeru Miyamoto así lo reconoce (http://www.newyorker.com/magazine/2010/12/20/master-of-play).
Pero, quedándonos con los sentidos, ellos incluso tienen sus propios defectos. Particularmente el sentido de la vista. Y en contraste, los avances científicos nos están dando tecnologías que superan nuestras capacidades sensoriales. Tanto las pantallas de cine como las de televisión, por ejemplo, están en un punto en el que ya no importa qué tengan más píxeles (https://www.unocero.com/2013/01/12/cual-es-la-mejor-resolucion-de-pantalla-para-el-ojo-humano/). La tecnología ha traído la perfección. Pero, ¿quién desea que el arte sea perfecto? En el arte, la perfección tiene la propiedad de que hace explícita la verdad. ¿Podría llamarse eso realmente arte?
Sirve como ejemplo, el hecho de que si alguna virtud tenía el cine era que podía esconder el maquillaje de sus personajes. No podíamos diferenciar una barba de mentira de una real. La perfección, y con esto me refiero, al querer ser una copia fiel de realidad no es adecuado. Es por eso que las balas en Matrix tienen efectos, es por eso que las espadas suenan al ser sacadas de sus vainas, es por eso que la sangre vuela de los cuerpos cercenados.
Dejamos de lado las representaciones fieles de la naturaleza y comenzamos a trabajar en la consolidación de un arte que produzca sentimientos. La capacidad técnica ha llegado a un punto en el que la realidad y el arte se confunden. Los artistas, hace más de un siglo, percibieron que de hecho la realidad se hace sus mañas y es por eso que probaron técnicas que los llevarían del impresionismo al puntillismo ya que los estudios cromáticos de Rigueira y Seurat (https://es.wikipedia.org/wiki/Puntillismo) indicaban que la división de tonos por la posición de toques de color que, mirados a cierta distancia, crean en la retina combinaciones deseadas.

Pero problemas, incluso, tenemos nosotros para comprender el universo. Las ecuaciones que hemos elaborado nos ponen en aprieto. Luego de despejar unas variables, multiplicar unas constantes, cambiar de signo una que otra componente y ensamblar algunas ecuaciones de la física cuántica y la física relativista, se obtienen dos restricciones que ponen en jaque nuestro conocimiento de la realidad misma. Hay un par de constantes, conocidas como el tiempo de Plank y el espacio de Plank que aparte de decirnos que nunca podremos saber que ocurre dentro del rango de tiempo y espacio que ellas mismas señalan, parecen ser la clave, además, para demostrar que nuestro universo es realmente digital. Es decir, según estas constantes no existe un universo tan continuo, analógico o perfecto como lo hemos imaginado siempre. Nuestro universo es discontinuo, digital y caótico. Parece que, al final, como lo presagiaban las más locas ideas, somos el resultado de una cadena de dígitos.

Carlos Andrés Salazar Martínez