Sabemos cómo se ve un lugar que ha sido habitado por personas innovadoras: muros, paredes y vidrios atiborrados de posits de colores por temas o tareas; líneas de marcadores que más que establecer jerarquías vinculan nodos; migajas en el piso, mesas vacías y hasta sillas descompuestas. La función de ese lugar no es otra más que definir los límites de un rizoma –al estilo Deleuziano– en el que nexos invisibles, estimulados por ojos ávidos de ideas, se conectan con los portátiles, las tabletas, los celulares, los pensamientos que aún se sostienen por el buen desempeño del adhesivo y las voces a destiempo de los demás. Y cómo no ilusionarse si ahí está la promesa de materializar lo inesperado. Ese algo en el que innovar podría confundirse con: crear, inventar, diseñar, hacer la diferencia.
Hablar de innovación fue,
en su momento, un asunto revolucionario por sí mismo. En los últimos años, y
cómo si fuera fácil, se ha producido un elevado interés por transmitir
metodologías o estrategias que generen personas, empresas y hasta ciudades
innovadoras. La saturación a la que ha sido sometida la divulgación de este
concepto no solo opaca alternativas más convenientes, también obliga al abuso
de nombrar como innovaciones productos y servicios que no admitirían rotulo
alguno y, pese a que en el lapso de unos pocos años se han creado escuelas,
programas y cursos de extensión con este concepto como eslogan, no es difícil
prever un momento en el que la innovación misma dejará de ser una novedad. Y quizás
ese momento ha llegado.
Malcolm Gladwell, sostiene
que “los innovadores suelen ser solipsistas. A menudo quieren meter cada hecho
callejero y experiencia en su nuevo modelo”. Y quien podría negarlo, si es lo
que en los últimos años ha estado pasando en Colombia. Innovar es solo una de las
muchas estrategias que se han inventado los países desarrollados para hacernos
sentir útiles o darnos la oportunidad de obtener algunas ganancias. En rigor,
hasta ahora, la innovación ha premiado o ha considerado pertinente valorar a
aquellos que, en un país como el nuestro, han tropicalizado sus invenciones; es
decir, han dado un uso inesperado a tecnologías, metodologías o productos que
han sido creados y desarrollados en otras latitudes. Trabajamos sobre sus
plataformas.
La innovación se obtiene
entonces siguiendo unos parámetros, una hoja de ruta. ¿Es de esa forma,
realmente, que el mundo avanza? La innovación está vendiendo la idea de que los
grandes revolucionarios de la ciencia y la tecnología fueron personas que
siguieron las reglas. Si algo debiera enseñar la innovación es cómo no
seguirlas y tal vez lo hace, pero cuántas empresas están dispuestas a escuchar
un empleado para quien las reglas son un enemigo más. ¿Qué persona responsable
contrataría a alguien así? No, si hay algo en el mundo empresarial es gente
responsable. Y si hay una necesidad latente para un país subdesarrollado es
personas que acaben con los paradigmas y los favoritismos. Son ellas quienes
tienen las ideas en las que no han pensado los demás.
Quiénes son los verdaderos
innovadores entonces. Aquellos que crearon las herramientas que hoy nos
permiten, siguiendo una metodología, hacer algo nuevo. Y ahí estaban, acompañando a todas esas personas que solo hace un momento dejaron el salón: la
rueda, la silla, la mesa, el vidrio, los marcadores borrables, el Wi-Fi, el
celular, el portátil, las tabletas, los celulares y hasta los posits. ¿Qué más
se necesita para ser innovador? Debería ser la pregunta más pertinente.
Pese a querer hacer pasar
el concepto como revolucionario, no hay tal revolución. ¿Quién obtiene el
verdadero beneficio entonces? Esos ojos entusiastas, habidos de originalidad y
creatividad no son más que engañados con promesas que al final conducen a
metodologías y estrategias para que adaptemos, ensamblemos, peguemos, como a un
organismo descompuesto, prótesis que fueron diseñados para las extremidades de
otros. En este punto no se podría estar en desacuerdo con Finkielkraut. Su
visión vitalista y transgresora de lo que debería ser la innovación es mucho
más cercana a nuestras necesidades que las ofrecidas por las academias. Sostiene
el pensador francés que, para “un mundo abocado al movimiento, innovar de
verdad sería frenar, actuar contra el orden establecido, dar un paso para
salirse de sus márgenes”. Además, la subversión no consistirían ya en seguir
con la cabeza baja, sino en mirar el paisaje (Finkielkraut, 2001, p. 139). Las
preguntas acá están relacionadas con lo obvio ¿Quién o quiénes son los que
imponen su ritmo y movimiento en el mundo? ¿Cuál es el orden establecido? ¿Por
qué hemos mantenido la cabeza baja? ¿Qué nos depara el paisaje?
Carlos Andrés Salazar Martínez
Carlos Andrés Salazar Martínez
Bibliografía
Finkielkraut,
Alain (2001). La ingratitud: Conversación
sobre nuestro tiempo. Barcelona: Anagrama.
Gladwell,
Malcolm (4 de octubre de 2010). Small chance: why the
revolution will not be tweeted. The New Yorker. Disponible en
http://goo.gl/FS1MWd.
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