10 febrero 2015

Cuando hablar de innovación dejó de ser innovador


   Sabemos cómo se ve un lugar que ha sido habitado por personas innovadoras: muros, paredes y vidrios atiborrados de posits de colores por temas o tareas; líneas de marcadores que más que establecer jerarquías vinculan nodos; migajas en el piso, mesas vacías y hasta sillas descompuestas. La función de ese lugar no es otra más que definir los límites de un rizoma –al estilo Deleuziano– en el que nexos invisibles, estimulados por ojos ávidos de ideas, se conectan con los portátiles, las tabletas, los celulares, los pensamientos que aún se sostienen por el buen desempeño del adhesivo y las voces a destiempo de los demás. Y cómo no ilusionarse si ahí está la promesa de materializar lo inesperado. Ese algo en el que innovar podría confundirse con: crear, inventar, diseñar, hacer la diferencia.
   Hablar de innovación fue, en su momento, un asunto revolucionario por sí mismo. En los últimos años, y cómo si fuera fácil, se ha producido un elevado interés por transmitir metodologías o estrategias que generen personas, empresas y hasta ciudades innovadoras. La saturación a la que ha sido sometida la divulgación de este concepto no solo opaca alternativas más convenientes, también obliga al abuso de nombrar como innovaciones productos y servicios que no admitirían rotulo alguno y, pese a que en el lapso de unos pocos años se han creado escuelas, programas y cursos de extensión con este concepto como eslogan, no es difícil prever un momento en el que la innovación misma dejará de ser una novedad. Y quizás ese momento ha llegado.
   Malcolm Gladwell, sostiene que “los innovadores suelen ser solipsistas. A menudo quieren meter cada hecho callejero y experiencia en su nuevo modelo”. Y quien podría negarlo, si es lo que en los últimos años ha estado pasando en Colombia. Innovar es solo una de las muchas estrategias que se han inventado los países desarrollados para hacernos sentir útiles o darnos la oportunidad de obtener algunas ganancias. En rigor, hasta ahora, la innovación ha premiado o ha considerado pertinente valorar a aquellos que, en un país como el nuestro, han tropicalizado sus invenciones; es decir, han dado un uso inesperado a tecnologías, metodologías o productos que han sido creados y desarrollados en otras latitudes. Trabajamos sobre sus plataformas.
   La innovación se obtiene entonces siguiendo unos parámetros, una hoja de ruta. ¿Es de esa forma, realmente, que el mundo avanza? La innovación está vendiendo la idea de que los grandes revolucionarios de la ciencia y la tecnología fueron personas que siguieron las reglas. Si algo debiera enseñar la innovación es cómo no seguirlas y tal vez lo hace, pero cuántas empresas están dispuestas a escuchar un empleado para quien las reglas son un enemigo más. ¿Qué persona responsable contrataría a alguien así? No, si hay algo en el mundo empresarial es gente responsable. Y si hay una necesidad latente para un país subdesarrollado es personas que acaben con los paradigmas y los favoritismos. Son ellas quienes tienen las ideas en las que no han pensado los demás.
   Quiénes son los verdaderos innovadores entonces. Aquellos que crearon las herramientas que hoy nos permiten, siguiendo una metodología, hacer algo nuevo. Y ahí estaban, acompañando a todas esas personas que solo hace un momento dejaron el salón: la rueda, la silla, la mesa, el vidrio, los marcadores borrables, el Wi-Fi, el celular, el portátil, las tabletas, los celulares y hasta los posits. ¿Qué más se necesita para ser innovador? Debería ser la pregunta más pertinente.
   Pese a querer hacer pasar el concepto como revolucionario, no hay tal revolución. ¿Quién obtiene el verdadero beneficio entonces? Esos ojos entusiastas, habidos de originalidad y creatividad no son más que engañados con promesas que al final conducen a metodologías y estrategias para que adaptemos, ensamblemos, peguemos, como a un organismo descompuesto, prótesis que fueron diseñados para las extremidades de otros. En este punto no se podría estar en desacuerdo con Finkielkraut. Su visión vitalista y transgresora de lo que debería ser la innovación es mucho más cercana a nuestras necesidades que las ofrecidas por las academias. Sostiene el pensador francés que, para “un mundo abocado al movimiento, innovar de verdad sería frenar, actuar contra el orden establecido, dar un paso para salirse de sus márgenes”. Además, la subversión no consistirían ya en seguir con la cabeza baja, sino en mirar el paisaje (Finkielkraut, 2001, p. 139). Las preguntas acá están relacionadas con lo obvio ¿Quién o quiénes son los que imponen su ritmo y movimiento en el mundo? ¿Cuál es el orden establecido? ¿Por qué hemos mantenido la cabeza baja? ¿Qué nos depara el paisaje?

Carlos Andrés Salazar Martínez

Bibliografía
Finkielkraut, Alain (2001). La ingratitud: Conversación sobre nuestro tiempo. Barcelona: Anagrama.
Gladwell, Malcolm (4 de octubre de 2010). Small chance: why the revolution will not be tweeted. The New Yorker. Disponible en http://goo.gl/FS1MWd.

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