En la terraza, esparcidas, solo quedan ahora piezas de dómino y unas cuantas monedas.
Hace días que el mar impide que los
pescadores lleven sus botes fácilmente hasta la playa. Desde la terraza del
restaurante puede verse su extenuante lucha. En suspenso una partida de domino
aguarda en la mesa. Un hombre delgado, de manos burdas y uñas blandas, se
acerca a un hombre que vestido de lino parecía estar esperándolo y de quien
recibe como saludo un par de golpes en su pierna derecha. El mesero se acerca y
el de lino le indica algo.
Es una sencilla terraza de madera. Luego
del almuerzo es el lugar en el que los pescadores acostumbran pasar la tarde.
Al medio día es común ver a Ernesto, siempre de lino, esperar a que lleguen
para informarle cómo ha estado la pesca. Él es dueño de la mitad de los botes
que se alcanzan a ver en la playa. Cuando la pesca es mala el encargado de
subir a la terraza es Isidro y sus manos mojadas. Pero esa tarde la mayoría no
quería que él lo hiciera, la muerte de Carmela tenía muy afectado su estado de
ánimo y temían que su carácter lo hiciera cumplir las amenazas que no se cansó
de proferir mientras sostenía las redes esperando un milagro.
Sin embargo, como siempre, solo él tuvo
el valor de subir antes del almuerzo para hablar con Ernesto. El propósito,
hacerlo entender que con la muerte de Carmela la pesca no volvería a ser la
misma y explicarle, además, que fue una dura mañana, como la de ayer, como la
de la semana anterior, como la de estos dos últimos meses. En su interior Isidro
deseaba dejarle tirado el bote a Ernesto, a merced de las olas, y pasarse el
resto de los días sentado en esa terraza esperando la muerte. Isidro estaba
cansado de los golpecitos en su pierna. Fastidiado de saber que mientras a él
se le diluía la voluntad por las manos Ernesto seguía de parranda.
Subiendo por las escalas, Isidro sonríe
con el mesero y le entrega los pescados de costumbre.
-
No
ha hecho nada más que jugar dómino y tomar cerveza –le dice el mesero muy cerca
del oído– Te imaginas el día que se desborde esta terraza, lo escupa al mar, y
tengamos que sacarlo con sus propias atarrayas.
-
Prepárate
–respondió Isidro– Hoy seguro volverá a
decir algo de la comida. El pescado viene con el mismo sabor de las últimas
semanas.
Luego de hablar con Ernesto, justo
antes de que el mesero le llevara la comida, Isidro bajó a la playa, no
respondió a ninguna de las preguntas de sus compañeros. Y desde su bote,
encallado no muy lejos de la terraza, vio cómo Ernesto, terminando su comida,
caía de su silla, sin tiempo para aferrarse a la baranda.
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