05 octubre 2011

Steve Jobs: ¿Innovador?



Nunca creí que el texto, producto de tantas vueltas que he dado acerca del qué se puede decir de nuevo acerca de una persona como Steve Jobs, sería póstumo. No han pasado más de seis horas desde que la empresa que fundó, en compañía de Stephen Wozniak, anunció su muerte y estoy seguro, ahora, más que nunca, que no habrá nada nuevo que decir acerca de él. Mañana hasta el más humilde dueño de un iPod sabrá quién fue el encargado de hacer de la tecnología una extensión de nuestro cuerpo.
Gestor de algunos de los objetos que son ya habituales para nosotros como el computador personal o el mouse, Jobs pareció haber asimilado de manera especial las recomendaciones hechas por Baudrillard en libros como De la seducción o el Sistema de los objetos. Podría atreverse uno a pensar que más allá de cualquier otro texto, eran estos sus libros de cabecera. Al leerlos, ideas como que la integración definitiva de los objetos debería ser con el hombre o que la seducción es más fuerte que el poder, me hacían recordar que tan equivocados están todos aquellos que pretenden, con sus anticuadas teorías administrativas, ser Steve Jobs.
Mientras aquellos que pretenden emularlo se desgastan creyendo que la innovación es forzar, hacia la eficiencia y las ganancias, la evolución de la tecnología, Jobs supo hacerlo con una naturalidad difícil de alcanzar. Pero no sólo eso, dentro de sus muchos logros está el haber rescatado de la quiebra una empresa como Apple. Una empresa a la que regresó luego de maravillarnos con películas que cambiaron nuestra forma de ver el cine animado. Pero, como ya se los dije, mañana muy seguramente todo esto lo verá cualquier transeúnte desprevenido en su iPhone.
Y bueno, a decir verdad, sí hay algo nuevo que puede saberse mañana, a parte del nuevo valor de la acción de la compañía de la manzana… Mañana comprobaremos de qué magnitud puede llegar a ser la resonancia de un sólo hombre en el mundo moderno.
Seguramente el que pase sus dedos por la pantalla de su iPad a partir de hoy entenderá lo que está haciendo.

Carlos Andrés Salazar Martínez

09 septiembre 2011

Y para saberse lindo: la neurología cosmética


Han sido necesarias todas las vueltas y justificaciones que ha dado por años la neurobiología, para hablar ahora de un tema que más que fascinante será controversial. La ‘neurología cosmética’ (término acuñado en 2004 por el científico indio Anjan Chatterjee) se erige hoy como respuesta a una de esas grandes cuestiones que parecen estar por ser resueltas. Teniendo claro que la belleza exterior se encuentra al alcance del más feo o, para decirlo como corresponde, el más asimétrico de los seres anormales, podemos hablar ahora de que algún día será más que probable hacer inteligente al menos capaz. Sin embargo, debe tenerse en claro que en el caso del ‘maquillaje neurológico’ no se puede estar, por el momento, al otro lado del espectro.
No es que sea tampoco nada nuevo, de la misma forma que antes era posible adornarse hasta el extremo o ceñirse una faja hasta el umbral de lo posible, también lo era recurrir a plantas, hongos o sustancias químicas que permitieran, no ser inteligentes, pero sí, por lo menos, una explosión de los sentidos o la imaginación. Lo que ha cambiado sin duda alguna son los procedimientos y su efectividad. Aunque la cirugía estética va unos pasos adelante lo que se tiene por el momento en el orden de lo neuronal es el inicio de algo que promete ser mucho mayor y, por tanto, la puesta en escena de una nueva encrucijada.
Hace poco la película Sin límites de Neil Burger (basada en la novela The dark fields de Alan Glynn, publicada en 2001) da una mirada a las posibles consecuencias que traería el consumir una droga que es capaz de potencializar las capacidades cognitivas de una persona. Vale la pena aclarar, en todo caso, que no todas las consecuencias tienen porque ser malas. La reflexión que se plantea es interesante y lo es aún más si se contrasta con un texto publicado en The New Yorker en 2009. En su artículo Brain Gain, Margaret Talbot enseña los resultados de una investigación que realizó en algunos de los campus universitarios más prestigiosos de los Estados Unidos y muestra hasta donde se atreven a llegar los estudiantes por responder con todas sus obligaciones y competir por las mejores notas.
Una de las alternativas señaladas por Margaret Talbot, es la que han encontrado los jóvenes universitarios en drogas como el Adderall, la Ritalina o el Piracetam; drogas que son utilizadas sin prescripción médica y que tienen un alto valor en el mercado negro. En personas normales el efecto de estás drogas es, más que hacerlos inteligentes, permitirles permanecer concentrados en sus trabajos por días o semanas completas. Ese estado de concentración absoluto hace que, por supuesto, su memoria funcione mucho mejor y relacionen ideas o conceptos a los que antes parecían no tener acceso.
Drogas como el Adderall han demostrado ser causantes de desequilibrios nerviosos, fuertes dolores de cabeza, insomnio y pérdida del apetito. Sin embargo, qué pasaría si los científicos lograrán desarrollar alguna droga, cuyos efectos secundarios no sean tan dramáticos y realmente nos hagan más inteligentes. Cómo podría ser pensado el uso de este tipo de drogas. Está, podría decirse, es la otra cara de la moneda, en el sentido de que mientras creíamos que se iban a extender por el mundo sustancias para enajenarnos, tal y como lo presagió Aldous Huxley en Un mundo feliz, hemos encontrado otras que nos permitirán encontrar los argumentos para no permitirlo.
Es probable que el consumo de las llamadas ‘smart drugs’ esté por alcanzarnos, incluso mucho más cerca de lo que nos han tocado desarrollos científicos alrededor del dopaje deportivo, por ejemplo. De ser así, esos avances necesitarán del establecimiento de nuevas normas de conducta… Aunque, a decir verdad, nadie ha visto jamás con malos ojos el tomarse un café en la mañana para procurar mantenerse activo.
Carlos Andrés Salazar Martínez
Imagen: The New Yorker (http://www.newyorker.com/reporting/2009/04/27/090427fa_fact_talbot?mbid=social_retweet)

30 mayo 2011

Dos Estructuras


Dos estructuras que cambiaron la forma de la existencia y la manera como la percibimos.

Muchos son los descubrimientos, revelaciones y hasta casualidades que permitieron hacer del siglo XX un siglo diferente. Nombrarlos todos es una empresa tan inútil como imposible. Sin embargo, de entre todos ellos quiero dedicar este texto a dos acontecimientos específicos. Dos propuestas que a pesar de provenir de dos disciplinas diferentes, comparten un rasgo que ahora, luego del paso de los años, confirmamos las hizo determinantes...

La gran apuesta en ambos casos fue la propuesta de una estructura. Una geometría sobre la que tiene lugar la vida por un lado, y una geometría sobre la que tiene lugar el conocimiento por el otro.

El 28 de febrero de 1953, Francis Crick entró a un pub en Cambridge, Inglaterra, para anunciar a viva voz que él y James Watson – su colega – habían encontrado el secreto de la vida. Sin embargo, más que el secreto de la vida, idearon un modelo con base en cálculos que les permitieron estimar cómo debía verse una molécula de ADN, para obtener así una de las estructuras tridimensionales que revolucionaria la forma como vemos la vida.

El ADN es una doble hélice, con las bases dirigidas hacia el centro, perpendiculares al eje de la molécula (como los peldaños de una escalera caracol) y las unidades azúcar-fosfato a lo largo de los lados de la hélice (como las barandas de una escalera caracol).

Pero esa es sólo la primera estructura, la otra geometría por demás polémica, fue la propuesta por Deleuze y Guatari – en este caso filósofos – quienes se atrevieron a desafiar la estructura arbórea y jerárquica sobre la cual, o con la cual, nos habíamos dejado llevar por el camino del conocimiento. Es decir, según el modelo arborescente, hay ideas que dan entrada a otras y que de alguna forma determinan un dominio que no puede ser fracturado.

Curioso es que para describir la geometría del conocimiento los autores traen a colación una cita de Kafka, frase que se convertiría en la justificación y en cierta medida la causa de su propuesta.

Las cosas que se me ocurren no se me presentan por su raíz, sino por un punto cualquiera situado hacia el medio. Tratad, pues, de retenerlas, tratad de retener esa brizna de hierba que sólo empieza a crecer por la mitad del tallo, y no la soltéis.

De igual manera que la primera estructura a permitido el desarrollo de la ciencia en campos como la biología o la genética, la segunda ha hecho posible comprender que es lo que pasa con la información; con la estructura rizomatica que proponen las búsquedas en internet y que, sin lugar a dudas, sería inútil pensar en ellas en sentido arborescente.

A diferencia de la estructura del ADN que no exige otra cosa que verla y estudiarla, la estructura rizomatica exige no sólo echarle un vistazo sino comprender, a su vez, que la forma en que estamos tratando de asimilarla se hace, también, de manera rizomatica.

¿Qué tiene que ver una patata con la forma como se construye el conocimiento? Pues que es la mejor manera para que lo entendamos. La semioesfera es una patata de la que podemos extraer tajadas de conocimiento, que en ese caso serían llamadas mesetas por Deleuze y Guatari; y que tal vez, sólo tal vez, podrían llegar a ser arborescentes.

Es difícil abstraer exactamente lo que ocurre con semejante propuesta. Pero, sostienen los autores que:

Igual que sabemos que el universo se compone de 4 dimensiones pero a las que no podemos asir completamente con nuestro pensamiento, de igual manera nuestra manera de razonar se da en forma de rizoma pero estructurar en forma de rizoma nuestro pensamiento rizomático es tan difícil como tratar de concebir el concepto de 4 dimensiones.

Carlos Andrés Salazar Martínez

12 febrero 2011

La Felicidad: Una Travesía



Felicidad: una libertad que de hecho muchos alcanzan sumergidos ante la televisión o como resultado del consumo de alguna sustancia, no necesariamente ilícita. Todos ante el temor latente que produce el saber que sólo es un instante. Sin estar exentos, por supuesto, de contar angustiados los minutos que faltan para salir de tan fascinante mentira.
La felicidad paradójica, la feliz desesperanza, el viaje a la felicidad y, hasta, La felicidad, el erotismo y la literatura, son algunos de los títulos que recientemente han puesto a nuestros libreros en un predicamento. Pregunte por alguno de ellos, muy seguramente los encontrará en el anaquel de libros de autoayuda.
De un tiempo para acá hablar de la felicidad se ha convertido en un tema que está destinado a reposar en ese lugar; sólo hablar de ella produce escalofríos en muchos intelectuales, incluso más que intentar hacer referencia al amor.
En una conversación se espera que hables de poder, de muerte, de desengaño, de venganza, pero nunca es bien visto que hagas una apología a la felicidad, intentar alcanzarla es un deseo barato o trivial, dirían muchos. Pero, ¿Qué ha permitido que la felicidad invada los anaqueles de autosuperación y haya sido menospreciada por los intelectuales durante tanto tiempo? La felicidad es una de las pocas cosas que está al alcance de cualquiera, y los caminos que llevan hasta ella son tantos y tan diversos que cualquier fórmula se convierte en una apuesta segura, respondería cualquier otro.
Enzensberger en su ensayo Memorias de la abundancia, habla del cambio radical que sufrirá nuestra concepción de lo que en realidad nos diferencia de todos los demás, una diferencia que hasta ahora sólo tenia como posible evidencia los bienes de lujo. El tiempo, la atención, el espacio, la tranquilidad, el medio ambiente y la seguridad serán (de hecho lo son ahora) tan anhelados y deseados como cualquier otro inalcanzable objeto. Es incluso por eso que Coca-Cola ha cambiado su core business y ha decidido embotellar la felicidad.
En el presente, entretanto, dice Punset, “el aumento de los niveles de infelicidad se explicaría por una inversión excesiva en bienes materiales, en detrimento de valores de mantenimiento intangible”. Y al mismo tiempo Lipovetsky destaca - a pesar de lo que significa que nuestras expectativas estén sujeta a esa inagotable necesidad de poseer- que: “En una época en que las tradiciones, la religión y la política producen menos identidad central, el consumo adquiere una nueva y creciente función ontológica. En la búsqueda de las cosas y las diversiones, el “Homo consumericus”, de manera más o menos consciente, da una respuesta tangible, aunque sea superficial, a la eterna pregunta: ¿quién soy?”
Sumidos en esta sociedad agobiante, contando con tan pocas alternativas como seres humanos, debido a que los desarrollos científicos nos están poniendo en evidencia y al hecho de que una de nuestras mayores virtudes es sentir placer, es que Gilles Lipovetsky, André Comte-Sponville, Eduardo Punset y George Bataille se atreven a hablar de esta vapuleada emoción.
Debemos reconocer que sería difícil escuchar a un político levantar su voz anunciando convencido su plan de trabajo cuyo objetivo es velar por la felicidad de todos sus conciudadanos. Lo primero que le preguntaríamos sería: ¿Qué índices utilizará para cerciorarse que su propuesta está siendo ejecutada a cabalidad? Porque una cosa es que hablen al pueblo de seguridad y le muestren con cadáveres que el objetivo se está cumpliendo y otra muy diferente es que un engañoso índice de desarrollo humano respalde cualquier esfuerzo.
Un buen puesto en la lista anual de las Naciones Unidas, por ejemplo, no necesariamente garantiza una satisfacción plena, así como un puesto por debajo de lo deseado tampoco implica su ausencia. Al igual que el sentimiento de privación, del que habla Amartya Sen, la felicidad “[…] de una persona está íntimamente ligada a sus expectativas, a su percepción de lo que es justo y a su noción de quién tiene derecho a disfrutar qué”.
No existe un algoritmo que siguiendo con cuidado nos haga más o menos dichosos de lo que ya somos o podríamos ser, pero, ¿Por qué, justo ahora, estamos ante un resurgimiento del tema? A excepción de Séneca y Bertrand Russell ningún otro intelectual se había atrevido a poner semejante problema en la portada de sus libros.
Nuestra animadversión por la felicidad, el mismo Nietzsche lo dice, está dada “por aquel querer que recibió su orientación del ideal ascético: ese odio contra lo humano, más aún, contra lo animal, más aún, contra lo material, esa repugnancia ante los sentidos, ante la razón misma, el miedo a la felicidad y a la belleza, ese anhelo de apartarse de toda apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo, anhelo mismo”. Una emoción como la felicidad es instintiva y es producida por lo que la evolución ha conservado de nuestro cerebro primigenio. Y es esa estrecha relación que existe entre nuestra condición humana, el placer y la felicidad la que nos lleva a despreciarla, sin dejar de anhelarla. Y buscando contradecir esas primitivas y muy necesarias capacidades es que hemos sido capaces de sostener, por años, como lo hace San Agustín que el placer de morir sin pena bien vale la pena de vivir sin placer.
No deja de ser posible, también, que uno de los padres de uno que otro paradigma moderno haya propiciado entre los intelectuales el desprestigio, sin reserva, que genera hablar de la felicidad, Voltaire. En Historia de un buen brahmín el condiscípulo pregunta a esa suerte de Filosofo Hindú que es un brahmín:
- ¿No os da vergüenza ser desgraciado cuando a vuestra misma puerta hay un viejo autómata que no piensa en nada y que vive contento?
- Tenéis razón – me respondió – cien veces me he dicho que sería feliz si fuera tan necio como mi vecina, y sin embargo no querría semejante felicidad.
Esa respuesta de mi brahmín me causó mayor impresión que todo lo demás; pensé en mí mismo y vi que, en efecto, no habría querido ser feliz a condición de ser imbécil… Porque, en última instancia, ¿de qué se trata? De ser feliz. ¿Qué importa entonces ser inteligente o necio?
Una pregunta definitivamente difícil de responder. O, tal vez, no. Con una esperanza de vida que supera por mucho cualquier expectativa es lógico tener un propósito que vaya más allá del simple hecho de existir para reproducirse y contribuir con los objetivos evolutivos. En una vida en la que por estadística la supervivencia está garantizada (a excepción de algunos países en los que 40 años es demasiado pedir) es pertinente preocuparse por lo que Aristóteles sostiene es su finalidad: la eudaimonia.
Pero ¿Cómo alcanzarla inmersos en la sociedad de lo efímero? ¿Cómo conservarla a pesar de la nada? ¿Cómo disfrutarla si ella misma es una emoción transitoria? ¿Qué rumbo tomar para obtenerla? Son las máximas que buscan dilucidar Lipovetsky, Comte-Sponville, Punset y Bataille.
Es evidente que esa búsqueda necesita una reinterpretación, no somos los mismos a quien Séneca dedico su tratado a la felicidad, más allá, somos hombres de postguerra inmersos en una frenética necesidad de consumo, muy diferentes a los que Russell invita a emprender la conquista de la felicidad. Desde Hiroshima somos más conscientes que nunca, afirma Comte- Sponville, de que no son sólo las civilizaciones las que son mortales, sino la propia humanidad.
Las propuestas son supremamente interesantes: desde aceptar la vida tal y como es hasta una nueva forma de convivencia basada en los recientes descubrimientos y formulaciones teóricas en campos, al parecer tan distantes, como la Neurobiología y la Economía, teniendo como máxima el cooperativismo. Sin dejar de hacer especial hincapié, por supuesto, en el hecho de que confundir el bienestar material con la dicha es un acto ilegítimo.
Sometido por lo bello, promesa de felicidad, afirma Stendhal, es que el hombre contemporáneo busca, en su insaciable necesidad de gasto libre, adquirirla. Y sumergido, entonces, en una renovación acelerada, tanto de los modelos como de los estilos y productos, es que ha sido víctima de la idea de que todo lo descontinuado ya cumplió su promesa.
Ese consumo despiadado de cosas también viene atado a nuestra imposibilidad de ser felices por sí mismos, necesitando el reconocimiento del otro. Algunas otras veces, incluso, dichosos de la desgracia ajena. Sin embargo, hace parte también de esa necesidad del otro, dice Nietzsche, el hecho mismo de que la forma más frecuente en que la alegría es prescrita como medio curativo es la alegría del causar alegría (hacer beneficios, hacer regalos, aliviar, ayudar, persuadir, consolar, alabar, tratar con distinción). Y es obvio que para eso necesitamos de un vecino.
Bourdieu también habla del otro como ese que existe para hacernos patente nuestra propia existencia. Y sin el cual no sería posible nuestra experiencia social, y existencial.
… hay en la acción (de trabajar) una felicidad que supera los beneficios patentes (salario, precio, recompensa) y consiste en el hecho de salir de la indiferencia (o la depresión), de estar ocupado, proyectado hacia unos fines, y de sentirse dotado, objetivamente y, por lo tanto, subjetivamente, de una misión social. Ser esperado, requerido, estar agobiado por las obligaciones y los compromisos, no significa sólo evitar la soledad o la insignificancia, sino también experimentar, de la forma más continua y más concreta, la sensación de contar para los demás, de ser importante para ellos y, por lo tanto, en sí, y encontrar en esta especie de plebiscito permanente que constituyen las muestras incesantes de interés –ruegos, solicitudes, invitaciones- una especie de justificación continuada de existir.
Es evidente, sin embargo, que la felicidad de alguien es la desdicha de algunos y no sólo la envidia hace parte de ese inevitable suceso, nuestro sistema social y económico implica como señalan los utilitaristas que la felicidad del mayor número implica necesariamente el sacrificio de una minoría. Aunque como están las cosas, la felicidad de un menor número implica necesariamente el sacrificio de una mayoría.
Pero qué más hay por hacer en un lugar en el que, como dice Bataille, no es posible que haya nada humano que no deba ser intentado, que no merezca y pueda ser intentado felizmente.
Alejados de la tranquilidad, la paz y la alegría aparente con la que soportamos a diario el tráfico, las inequidades del sistema, las ineptitudes de quienes gobiernan, los malos tratos de quienes nos dan trabajo, la irresponsabilidad de quienes nos informan, somos esclavos de nuestra propia lasitud. Nada mejor, entonces, que aceptar la inevitable extinción de la vida y, luego de aceptar tan limitada realidad, tratar de disfrutarla al máximo.
Al final, todos los autores de quienes hablo terminan de acuerdo en algo y es justamente eso lo que los diferencia de los libros de superación personal. Aseveran, como lo hizo alguna vez Carl Gustav Jung, que incluso una vida feliz comporta cierta oscuridad y la palabra feliz perdería su sentido si no se viera compensada por cierta tristeza. O el aún mejor y más lejano Demetrio: “Nadie me parece más infeliz que aquel que no ha sufrido nunca una desgracia”.
Definitivamente diferentes maneras de decir lo mismo pero nunca nada que nos haga sentirnos tan a gusto como escuchar decir a Robert Walser, quien se toma el atrevimiento de hacerse pasar por la vida misma para interrogarnos:
¿Qué no queréis sufrir? Pues tampoco habrá placeres. Que debería abstenerme de hacerlos infelices, me dicen. Pero ¿Cómo van a ser felices, cómo van a sentir lo que es la felicidad, si la felicidad es tan inseparable de la infelicidad como la luz a la sombra? A mí me gustan quienes no pretenden disfrutarme, a quienes veo ocupados. Esos que tanto me aprecian, en cambio, se me antojan unos ineptos.
Carlos Andrés Salazar Martínez