17 septiembre 2012

Postales


Hace ya mucho tiempo que reposa sobre mi escritorio el retrato en el que mi hija y mi esposa ríen sin hallar alivio. Es esa misma foto la que me recuerda por qué trabajo y no debo renunciar a continuar. Sin embargo, es ahora, cerca de una reunión definitiva con mi jefe, que el consejo que me dio mi abuelo cuando joven tiene más valor que ningún otro, "viva mijo. Que vivir es lo que queda… Los recuerdos son los únicos que lo acompañaran mientras trabaja". Y sí, abuelo, he procurado vivir, he acumulado tantos recuerdos que aún no he comenzado a repetir ninguno, y son en definitiva lo único que me permite superar con estoicismo la presión extenuante y el transcurrir monótono en esta pequeña oficina.
Nunca he salido del país, pero de él ya lo conozco casi todo, incluso aquello que nadie se atreve conocer, he recorrido sus paisajes con la calma y la prudencia que dan los caminos sin pavimento, he sentido la tierra aferrarse a mis botas, los mosquitos colgar de mi barba y la lluvia bendecir mi cansancio.
En un sinnúmero de ocasiones, mirando la copa de algún frondoso árbol, cierro los ojos extrañando las tierras libres, lozanas y vírgenes en las que me he dejado cautivar por el mundo. Y me aferro a esas imágenes, aprieto con fuerza los parpados, y los recuerdos se arremolinan en mi mente. Sólo escuchar vibrar las hojas me hace recordar alguna brisa refrescante; y el trinar de algún pájaro urbano algún remoto paraje. No quisiera abrir los ojos, no quisiera bajar mi cabeza para descubrir la oscura realidad que nos hemos fabricado y de la que ahora soy víctima y cómplice.
-  - ¿Segura que quieres a tu lado un hombre común? – Le pregunte a Daniela, como proponiéndole matrimonio.
-        -  ¿Común? – Dijo con ironía – Ojalá nunca lo seas.
Junto a la alegre fotografía hay otras. No es que mi oficina sea grande sino que hay pocos papeles y mi computador se convirtió en un portátil. De hecho el que los equipos sean más pequeños les ha permitido a las corporaciones hacinarnos. Bueno aunque siempre lo hemos estado. A mi lado, con sólo un tamborileo de mi bolígrafo, en formación tesela, cinco personas: mis compañeros, con quienes comparto el mismo nivel en el organigrama. En un cubículo con división piso techo, en vidrio templado, cuyo único beneficio no es propiamente que su oficina se mantenga bien iluminada: mi jefe.
Gabriel, está frente a mí, un veterano de mil batallas, veinte años en la compañía, paciencia y dedicación, cinco años lo separan de su retiro. Tal vez el único que me da ejemplo y me motiva a continuar. A la izquierda de él, es decir a mi una, Viviana, una joven emprendedora, dinámica y atrevida, con sus firmes piernas conquistará el mundo, su novio está por pedirle matrimonio. A la izquierda de ella, es decir a mis dos, y como podrán darse cuenta estoy dando la vuelta, Jaime, cinco años en la compañía, el tonto con suerte, aquel que haciendo caso de cuanto mensaje de superación personal sale por ahí ha logrado ascender en la vida. Y a mi lado derecho, al izquierdo de Jaime, a las doce de Lina, a las once de Gabriel, Felipe, ingresó conmigo, tres años en la compañía, hemos compartido la misma suerte, su interés sin límite por las mujeres lo ha convertido en un ambicioso, ninguna de las que ha compartido con él la cama ha logrado atraparlo.
Y mi jefe, a mis seis, 15 años en la compañía. Tipo alegre, que no destaca precisamente por su derroche de humildad y cuyo mejor discurso motivacional es: “aquí hay plata para todos, su sueldo puede ser del tamaño de sus intereses, y no se preocupen que nosotros, ponemos todo”.
En los otros cinco pequeños portarretratos se dejan ver unas diminutas fotografías. Todas ellas un recuerdo, podría decirle con orgullo a mi abuelo. La más antigua de todas, una que tomé desde una champa, al Río Tamaná y a las montañas cubiertas de selva que lo rodeaban. Las gotas producto del corte que hacíamos en el agua con el bote, alcanzan a verse. Era sólo el comienzo del viaje. Luego de treinta y seis horas de camino aún nos faltaban otras doce para concluirlo. Las innumerables fuentes de agua, sus colores y matices, los persistentes arboles, las mochilas que cuelgan de ellos y el humilde sentir del pueblo afrocolombiano, dueños de toda la riqueza, son los sentimientos que se mezclan al verla.
Gabriel aspira retirarse pronto, muy a pesar de su edad, pues estaría por debajo de lo establecido por la ley. Sus aportes extraordinarios a la entidad de pensiones y cesantías le permitirán cumplir su propósito. Anunció en una reunión que en cuanto su primer hijo se gradué de la universidad, tiene planeado irse. Tiene dos hijos, el mayor está en once, y la verdad no creo que sea capaz, voluntariamente, de presentar su renuncia.
Una playa extensa y solitaria. La selva que intenta cercarla, una pequeña cabaña a lo lejos y en primer plano, una mujer con unos provocativos cortos blancos y el sostén amarillo de su traje de baño, su piel de nácar soleado diría Neruda y sus pies que sumergidos en la arena esperan la siguiente ola, es lo que hay en otra de las fotografías. De ese viaje al pacífico, las largas conversaciones con quienes desde el interior encontraron un refugio y decidieron quedarse. Bueno, y la aventura con la mujer de los cortos blancos.
Unas cervezas sirvieron esa vez para escuchar de uno de estos ermitaños modernos.
-         - ¿Cómo es que te llamas?
-         -  !Alejandro!
-         -  Escúchame Alejandro. Cuando extenuado llego a mi cabaña y puedo beber del nacimiento que de allí brota – dijo mientras sus manos simularon que recogían agua como de una canilla o pluma y se la llevó a su boca y, tal vez, por los efectos producidos por la inestable luz de las llamas de la fogata, vi que el agua se deslizaba por su cuello hasta el pecho para mojarle la camisa. – Me siento todo un rey.
Y continuó.
- Esos hombres ricos de la ciudad que deciden regalarle a sus hijos un carro, una moto, están en un error. Yo le daría a mis hijos dos hectáreas de selva con una fuente de agua y les diría “es lo mejor que puedo darles”.
Bueno y ya les hable de las piernas de Viviana, yo conocí una mujer con mejores piernas que ella, una patinadora, una mujer libre. No sólo la foto en la que en una quebrada cristalina, y sin nombre del Amazonas, lava el cabello de las pocas niñas indígenas que la dejaron hacerlo, mantiene fresco su recuerdo en mi memoria. Hay un jabón, un shampoo, no sé, en ciertas mañanas en las que estoy cerca de una mujer que utilizó ese mismo ingrediente para ducharse, el aroma me transporta a la cama que compartimos en la selva mientras el tiempo se ralentizaba. Ella era para mí lo que yo soy para Daniela, un aventurero.
Era en medio de todos esos sentimientos encontrados cuando apareció en mi vida Daniela, ella y yo concertamos la decisión que hoy, irrevocablemente, transmitiré a mi jefe. Creemos, que este es el momento justo para asumir nuevas responsabilidades, arriesgarse, obtener de la vida eso que anhelo. Y yo estuve de acuerdo. Lo curioso de todo es que al inicio ella se enamoró de mí por ser diferente, por tener siempre la misma camisa, por dejarme crecer la barba, por parecer un perdido. Fue sólo después, al graduarme de la universidad, que tuve el valor de preguntarle si quería compartir su vida con un hombre cotidiano y así fue. Ahora, por más que lo intento, las vacaciones no bastan, siempre presente, la sombra amarga del regreso. Y el tiempo que no da espera.
Desde un caballo tomé la siguiente foto. Recorríamos la parte baja del Nevado del Ruiz, el nublado bosque fue abriendo lentamente paso al sol que iluminó el cañón para exhibir con beneplácito las esbeltas palmas de cera que de pie retan todas las teorías. Fue justo en ese instante en el que mi cámara capturó el verde, que oscuro por la humedad se revelaba fértil. Y ni mejor decirles lo que opinó Jaime de ella.
Y por último la foto que causa la envidia de Felipe. Cargando un mojito en la mano, de esos gigantescos y coloridos que sólo en Andrés Carne de Res saben hacer, estoy yo, abrazando a Daniela unos días antes de casarme con ella. Esta hermosa, su falda desafía el umbral de lo posible, yo tengo la barba que la libertad me permitía tener y detrás de nosotros el diablo y a nuestro lado unos angelitos, sus arcos y sus flechas.
- Con todo respeto Alejandro – dice Felipe mientras traga saliva – Esa Daniela… esa Daniela.
Yo no digo nada, pero me quedo pensando en esa noche y me digo a mi mismo… Esa Daniela.
Sólo unos pasos me separan de mi jefe. Quisiera tener la certeza de que aún hay lugares en este mundo que nos recuerdan lo que somos. Y que aún es posible para mí hallar el río del que brota el agua que da la inmortalidad.
       - Jefe… ¿Puedo entrar?
            - Sí, Alejandro. Precisamente…
Pienso en que ya no importa.
- Toma asiento – Me dice él, y con la mano me indica cual silla tomar. Como si yo no supiera.
Pienso en que ya tuve todas las oportunidades. Las suficientes como para no comenzar a repetir recuerdos.
       - ¿De qué quieres hablarme?
Mi hija crece rápidamente y serán para ella el agua y la tierra.
- Jefe… Quiero aceptar el ascenso.