12 febrero 2011

La Felicidad: Una Travesía



Felicidad: una libertad que de hecho muchos alcanzan sumergidos ante la televisión o como resultado del consumo de alguna sustancia, no necesariamente ilícita. Todos ante el temor latente que produce el saber que sólo es un instante. Sin estar exentos, por supuesto, de contar angustiados los minutos que faltan para salir de tan fascinante mentira.
La felicidad paradójica, la feliz desesperanza, el viaje a la felicidad y, hasta, La felicidad, el erotismo y la literatura, son algunos de los títulos que recientemente han puesto a nuestros libreros en un predicamento. Pregunte por alguno de ellos, muy seguramente los encontrará en el anaquel de libros de autoayuda.
De un tiempo para acá hablar de la felicidad se ha convertido en un tema que está destinado a reposar en ese lugar; sólo hablar de ella produce escalofríos en muchos intelectuales, incluso más que intentar hacer referencia al amor.
En una conversación se espera que hables de poder, de muerte, de desengaño, de venganza, pero nunca es bien visto que hagas una apología a la felicidad, intentar alcanzarla es un deseo barato o trivial, dirían muchos. Pero, ¿Qué ha permitido que la felicidad invada los anaqueles de autosuperación y haya sido menospreciada por los intelectuales durante tanto tiempo? La felicidad es una de las pocas cosas que está al alcance de cualquiera, y los caminos que llevan hasta ella son tantos y tan diversos que cualquier fórmula se convierte en una apuesta segura, respondería cualquier otro.
Enzensberger en su ensayo Memorias de la abundancia, habla del cambio radical que sufrirá nuestra concepción de lo que en realidad nos diferencia de todos los demás, una diferencia que hasta ahora sólo tenia como posible evidencia los bienes de lujo. El tiempo, la atención, el espacio, la tranquilidad, el medio ambiente y la seguridad serán (de hecho lo son ahora) tan anhelados y deseados como cualquier otro inalcanzable objeto. Es incluso por eso que Coca-Cola ha cambiado su core business y ha decidido embotellar la felicidad.
En el presente, entretanto, dice Punset, “el aumento de los niveles de infelicidad se explicaría por una inversión excesiva en bienes materiales, en detrimento de valores de mantenimiento intangible”. Y al mismo tiempo Lipovetsky destaca - a pesar de lo que significa que nuestras expectativas estén sujeta a esa inagotable necesidad de poseer- que: “En una época en que las tradiciones, la religión y la política producen menos identidad central, el consumo adquiere una nueva y creciente función ontológica. En la búsqueda de las cosas y las diversiones, el “Homo consumericus”, de manera más o menos consciente, da una respuesta tangible, aunque sea superficial, a la eterna pregunta: ¿quién soy?”
Sumidos en esta sociedad agobiante, contando con tan pocas alternativas como seres humanos, debido a que los desarrollos científicos nos están poniendo en evidencia y al hecho de que una de nuestras mayores virtudes es sentir placer, es que Gilles Lipovetsky, André Comte-Sponville, Eduardo Punset y George Bataille se atreven a hablar de esta vapuleada emoción.
Debemos reconocer que sería difícil escuchar a un político levantar su voz anunciando convencido su plan de trabajo cuyo objetivo es velar por la felicidad de todos sus conciudadanos. Lo primero que le preguntaríamos sería: ¿Qué índices utilizará para cerciorarse que su propuesta está siendo ejecutada a cabalidad? Porque una cosa es que hablen al pueblo de seguridad y le muestren con cadáveres que el objetivo se está cumpliendo y otra muy diferente es que un engañoso índice de desarrollo humano respalde cualquier esfuerzo.
Un buen puesto en la lista anual de las Naciones Unidas, por ejemplo, no necesariamente garantiza una satisfacción plena, así como un puesto por debajo de lo deseado tampoco implica su ausencia. Al igual que el sentimiento de privación, del que habla Amartya Sen, la felicidad “[…] de una persona está íntimamente ligada a sus expectativas, a su percepción de lo que es justo y a su noción de quién tiene derecho a disfrutar qué”.
No existe un algoritmo que siguiendo con cuidado nos haga más o menos dichosos de lo que ya somos o podríamos ser, pero, ¿Por qué, justo ahora, estamos ante un resurgimiento del tema? A excepción de Séneca y Bertrand Russell ningún otro intelectual se había atrevido a poner semejante problema en la portada de sus libros.
Nuestra animadversión por la felicidad, el mismo Nietzsche lo dice, está dada “por aquel querer que recibió su orientación del ideal ascético: ese odio contra lo humano, más aún, contra lo animal, más aún, contra lo material, esa repugnancia ante los sentidos, ante la razón misma, el miedo a la felicidad y a la belleza, ese anhelo de apartarse de toda apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo, anhelo mismo”. Una emoción como la felicidad es instintiva y es producida por lo que la evolución ha conservado de nuestro cerebro primigenio. Y es esa estrecha relación que existe entre nuestra condición humana, el placer y la felicidad la que nos lleva a despreciarla, sin dejar de anhelarla. Y buscando contradecir esas primitivas y muy necesarias capacidades es que hemos sido capaces de sostener, por años, como lo hace San Agustín que el placer de morir sin pena bien vale la pena de vivir sin placer.
No deja de ser posible, también, que uno de los padres de uno que otro paradigma moderno haya propiciado entre los intelectuales el desprestigio, sin reserva, que genera hablar de la felicidad, Voltaire. En Historia de un buen brahmín el condiscípulo pregunta a esa suerte de Filosofo Hindú que es un brahmín:
- ¿No os da vergüenza ser desgraciado cuando a vuestra misma puerta hay un viejo autómata que no piensa en nada y que vive contento?
- Tenéis razón – me respondió – cien veces me he dicho que sería feliz si fuera tan necio como mi vecina, y sin embargo no querría semejante felicidad.
Esa respuesta de mi brahmín me causó mayor impresión que todo lo demás; pensé en mí mismo y vi que, en efecto, no habría querido ser feliz a condición de ser imbécil… Porque, en última instancia, ¿de qué se trata? De ser feliz. ¿Qué importa entonces ser inteligente o necio?
Una pregunta definitivamente difícil de responder. O, tal vez, no. Con una esperanza de vida que supera por mucho cualquier expectativa es lógico tener un propósito que vaya más allá del simple hecho de existir para reproducirse y contribuir con los objetivos evolutivos. En una vida en la que por estadística la supervivencia está garantizada (a excepción de algunos países en los que 40 años es demasiado pedir) es pertinente preocuparse por lo que Aristóteles sostiene es su finalidad: la eudaimonia.
Pero ¿Cómo alcanzarla inmersos en la sociedad de lo efímero? ¿Cómo conservarla a pesar de la nada? ¿Cómo disfrutarla si ella misma es una emoción transitoria? ¿Qué rumbo tomar para obtenerla? Son las máximas que buscan dilucidar Lipovetsky, Comte-Sponville, Punset y Bataille.
Es evidente que esa búsqueda necesita una reinterpretación, no somos los mismos a quien Séneca dedico su tratado a la felicidad, más allá, somos hombres de postguerra inmersos en una frenética necesidad de consumo, muy diferentes a los que Russell invita a emprender la conquista de la felicidad. Desde Hiroshima somos más conscientes que nunca, afirma Comte- Sponville, de que no son sólo las civilizaciones las que son mortales, sino la propia humanidad.
Las propuestas son supremamente interesantes: desde aceptar la vida tal y como es hasta una nueva forma de convivencia basada en los recientes descubrimientos y formulaciones teóricas en campos, al parecer tan distantes, como la Neurobiología y la Economía, teniendo como máxima el cooperativismo. Sin dejar de hacer especial hincapié, por supuesto, en el hecho de que confundir el bienestar material con la dicha es un acto ilegítimo.
Sometido por lo bello, promesa de felicidad, afirma Stendhal, es que el hombre contemporáneo busca, en su insaciable necesidad de gasto libre, adquirirla. Y sumergido, entonces, en una renovación acelerada, tanto de los modelos como de los estilos y productos, es que ha sido víctima de la idea de que todo lo descontinuado ya cumplió su promesa.
Ese consumo despiadado de cosas también viene atado a nuestra imposibilidad de ser felices por sí mismos, necesitando el reconocimiento del otro. Algunas otras veces, incluso, dichosos de la desgracia ajena. Sin embargo, hace parte también de esa necesidad del otro, dice Nietzsche, el hecho mismo de que la forma más frecuente en que la alegría es prescrita como medio curativo es la alegría del causar alegría (hacer beneficios, hacer regalos, aliviar, ayudar, persuadir, consolar, alabar, tratar con distinción). Y es obvio que para eso necesitamos de un vecino.
Bourdieu también habla del otro como ese que existe para hacernos patente nuestra propia existencia. Y sin el cual no sería posible nuestra experiencia social, y existencial.
… hay en la acción (de trabajar) una felicidad que supera los beneficios patentes (salario, precio, recompensa) y consiste en el hecho de salir de la indiferencia (o la depresión), de estar ocupado, proyectado hacia unos fines, y de sentirse dotado, objetivamente y, por lo tanto, subjetivamente, de una misión social. Ser esperado, requerido, estar agobiado por las obligaciones y los compromisos, no significa sólo evitar la soledad o la insignificancia, sino también experimentar, de la forma más continua y más concreta, la sensación de contar para los demás, de ser importante para ellos y, por lo tanto, en sí, y encontrar en esta especie de plebiscito permanente que constituyen las muestras incesantes de interés –ruegos, solicitudes, invitaciones- una especie de justificación continuada de existir.
Es evidente, sin embargo, que la felicidad de alguien es la desdicha de algunos y no sólo la envidia hace parte de ese inevitable suceso, nuestro sistema social y económico implica como señalan los utilitaristas que la felicidad del mayor número implica necesariamente el sacrificio de una minoría. Aunque como están las cosas, la felicidad de un menor número implica necesariamente el sacrificio de una mayoría.
Pero qué más hay por hacer en un lugar en el que, como dice Bataille, no es posible que haya nada humano que no deba ser intentado, que no merezca y pueda ser intentado felizmente.
Alejados de la tranquilidad, la paz y la alegría aparente con la que soportamos a diario el tráfico, las inequidades del sistema, las ineptitudes de quienes gobiernan, los malos tratos de quienes nos dan trabajo, la irresponsabilidad de quienes nos informan, somos esclavos de nuestra propia lasitud. Nada mejor, entonces, que aceptar la inevitable extinción de la vida y, luego de aceptar tan limitada realidad, tratar de disfrutarla al máximo.
Al final, todos los autores de quienes hablo terminan de acuerdo en algo y es justamente eso lo que los diferencia de los libros de superación personal. Aseveran, como lo hizo alguna vez Carl Gustav Jung, que incluso una vida feliz comporta cierta oscuridad y la palabra feliz perdería su sentido si no se viera compensada por cierta tristeza. O el aún mejor y más lejano Demetrio: “Nadie me parece más infeliz que aquel que no ha sufrido nunca una desgracia”.
Definitivamente diferentes maneras de decir lo mismo pero nunca nada que nos haga sentirnos tan a gusto como escuchar decir a Robert Walser, quien se toma el atrevimiento de hacerse pasar por la vida misma para interrogarnos:
¿Qué no queréis sufrir? Pues tampoco habrá placeres. Que debería abstenerme de hacerlos infelices, me dicen. Pero ¿Cómo van a ser felices, cómo van a sentir lo que es la felicidad, si la felicidad es tan inseparable de la infelicidad como la luz a la sombra? A mí me gustan quienes no pretenden disfrutarme, a quienes veo ocupados. Esos que tanto me aprecian, en cambio, se me antojan unos ineptos.
Carlos Andrés Salazar Martínez