03 abril 2012

Siempre casual


Para llegar a mi oficina debo tomar dos transportes. En un día normal, un día en el que el tráfico fluye constante, puedo tardar en llegar hasta treinta minutos. Treinta minutos de los cuales, diez son los que invierto en la primera ruta, dejando claro que el tiempo no se invierte y menos el que se evapora mientras vas de tu casa al trabajo; y veinte son los que me gasto en la otra ruta. Este cálculo incluye el posible retraso del primero y la muy segura fila que debo hacer para subir al segundo. En ti, alma mía, mido los tiempos, decía San Agustín y es que como no tener bien calculado cuanto tiempo se requiere para recorrer ese trayecto matutino, si es precisamente ese resultado el que da o quita unos minutos más de sueño.
La primera ruta que debo hacer, la hago tomando un bus. Bus en el que por lo general debo ir de pie, debido a que esta cerca de llegar a su destino, ya viene lleno. Yo, por ser una persona un poco más voluminosa que el promedio, procuro no pasar la registradora, es menos lo que estorbo estando allí que pasándome al pasillo en el que las incomodidades son indescriptibles y alguna mujer celosa de su pudor, no encontrando espacio suficiente para defenderlo, podría malinterpretarme. Aquellos que tuvieron la fortuna de tomar asiento aun se hallan en el estado de letargo que concede la mañana. No faltan entre ellos los que con sus audífonos esperan una salida y los estudiantes que angustiados por el examen al que se aproximan repasan con urgencia sus notas. Yo por lo general no hago nada, sólo cinco minutos me separan de estar en otra ruta.
Aunque la verdad eso de no hacer nada no es del todo cierto, victima de la incomodidad del bus comienzo a anhelar mi propio transporte. Y he tenido la oportunidad de tenerlo, pero no lo he hecho. Dos motivos me lo impiden; uno de ellos es que yendo en bus la cantidad de contaminación producto de mi desplazamiento a la oficina, la comparto con otro centenar de personas, no tengo restricciones y si me dan ganas de tomarme unos mojitos no sufro la impertinencia de los señores del transito. Pero a quien engaño, ninguna de esas razones es realmente importante. La importante es otra.
Hoy, como de costumbre, el semáforo permaneció en rojo mientras yo me bajaba del bus. El recorrido al micro, en el que ya no hay incomodidades, es de no más de ciento cincuenta metros. En el nivel intermedio de un intercambio vial monumental, de esos que tardan dos años en construir y que muy pronto no servirá de nada, es mi parada. Los semáforos coordinan el paso de los que van de aquí para allá y de los que venimos de allá para acá. Sobre mi cabeza y bajo mis pies dos autopistas de seis carriles permiten que los autos, por ahora, circulen sin impedimentos.
Para llegar a la fila, debo sortear los semáforos y salir del intercambio. Es en ese recorrido en el que los titulares y noticias saltan a mis ojos desde los diarios que estratégicamente su vendedor cuelga de los semáforos.
Y de todas las primeras planas disponibles aparecen, cómo no, las de los diarios sensacionalistas que nos heredaron los norteamericanos. Los titulares en rojo carmesí  destacan los defectos, las malas costumbres y el infortunio por sobre aquello que en realidad merece ser informado. Pero quien les dice que no, si son noticias como chismes. Y al otro lado, en la última página, la chica de turno que espera salir en el periódico serio la próxima semana. Aun que serio, quien sabe, en este país ni los políticos.
Luego de pasar las avenidas necesarias y sortear uno que otro carro, observo que hoy no hay fila, y camino un poco más para acercarme a la micro que esta por salir. En la acera evado al policía, al vendedor de chiclets y al de la moto.
Subo y siento mi corazón latir al ver un puesto libre al lado de la clara enfermera, con quien espero encontrarme todas las mañanas, que me ha sido esquiva. Dos veces lo he intentado, dos veces en un año y aun no he tenido el valor. Los recuerdos de esos dos instantes se sucedieron mientras me sentaba a su lado. Y que se caiga lo que este flojo.
Y es que este es el motivo por el cual no he conseguido carro. Me gusta hablar con la gente que se sienta a mi lado, no negaré que siempre es bueno estar de vecino de una mujer hermosa que aún huele a shampoo de niña y tiene en sus ojos la energía vital de la mañana, pero la verdad es otra, habló con todos, con el obrero, con el estudiante, con la señora, con el conductor del micro, pero todavía me debo el hablar con ella.
Y en una ciudad como ésta, es difícil encontrar quien se atreva a responder al imprevisto saludo de un desconocido. En un lugar como éste, en el que es posible que tu nombre, en rojo carmesí, aparezca mañana en algún perturbado diario aun más. Pero eso no ha impedido que yo me atreva. Y es que si no soy bienvenido, sacudo el polvo de mis zapatos y me callo.
Su cabello desciende natural por su pecho, su rostro claro es iluminado por el sol, que sutil, ingresa por la ventana. Y permanece en un gesto neutro mientras su lengua humedece el rojo magnético de sus labios, si, tan atractivo como el de los diarios. Su cuerpo, incluso estando sentada, permanece armonioso y los calculados movimientos de sus manos aguardan ser interpretados.
Sólo tengo veinte minutos, sólo eso. ¿Qué titular pondría aquel periódico mañana si me muero ahora, justo en este momento, en el que sólo un suspiro me separa de mi deseo? Nada raro sería encontrar: El Micro de la Muerte, El Día que se Cansó de Trabajar. Mejor aún: Yo lo Vi Morir, Crónica de una Enfermera. Obviamente, todos ellos con alguna foto que mi familia encuentre de mí en alguna postura majestuosa acompañada de alguna bien intencionada declaración. Pero en ninguna parte la verdad. Porque la verdad para ser honestos sería aburrida. Dedicado a hacer aquello por lo que renuncio a tener carro, joven ingeniero muere: una mezcla de estrés y pasión desgasto su corazón.
Y es que si, casi como la muerte, es tomar la decisión de hilvanar la primera frase. Es mejor no pensarla. Es mejor…
 - Hola. Mucho gusto David – digo mientras mis labios tiemblan.
Mi pecho va a explotar. Pero retorna al ritmo habitual cuando después de la sorpresa. Ella dice
       - David… María – y sonríe.
El tráfico fluye con normalidad. El olor a combustible sube a la cabina y ya siento que pierdo la ducha de la mañana. Y evitando mirar su cuerpo o sus labios la miro a los ojos, aunque ella todavía no lo haga.
       - Hoy nos hizo un clima hermoso.
       - Es verdad. Por lo menos no llovió – Y su cabello se mueve mientras el aire entra por su ventana.
       - Pero está a punto
       - Es mejor que no llueva más, por lo general son muchas las tragedias.
Y ya sabe que la estoy mirando a los ojos
       - Si. Casi siempre.
Y pienso que si, que la mujer que me gusta es humana. Y continuo, no puedo dejar que pierda el interés.
      - Si sucede algo catastrófico seguramente lo sabremos mañana… Una Tumba una Casa podría ser el inspirado titular de La Chiva en la mañana.
       - Yo diría mejor, Lo que el Río se Llevo.
No es muy creativa que digamos. Pero como para que quede claro.
       - Los odio. Odio a esos amarillistas.
       - Yo no sabría que decirte.
Falta poco para que ella se baje, es decir, hice mal las cuentas, porque no eran mis veinte eran sus quince. Pero no puedo dejar pasar la oportunidad de quedar con un compromiso. Porque como explican en cuanta capacitación, libro o folleto de consultoría, lo más importante es quedar para la próxima.
Y para este caso mis tarjetas de presentación son una buena opción. Si, mis tarjetas. Lastima que no digan mucho, deberían decir en vez de ingeniero o por lo menos a su lado: Misionero, Lector Incansable y Crítico Furibundo de los Sensacionalistas, es más, Jugador de Ultimate sería un excelente complemento. Si, todo eso, pero que más da, esta mi nombre y mi número. Dejaré que ella decida. De mi billetera, entonces, con todas las esperanzas puestas, mi tarjeta.
      - Oye no quiero dejar pasar la oportunidad. Si algún día quieres ir a cine, tomar un café o simplemente criticar a los sensacionalistas espero tu llamada – dije mientras se la entregaba.
Ella la recibió con una sonrisa maliciosa, utilizó sus blancas manos para abrir el cierre de su bolso y la depositó en el bolsillo interior, no sin antes mirarla y musitar.
       - ¿Ingeniero?
Si, ingeniero. Pensé. Si, ingeniero. Si, de la Nacional. Si, pero no sólo eso, también hay otras cosas que quisiera contarte mientras nos tomamos el café.
La autopista por la que vamos, en dirección norte sur, esta ubicada al lado del río alrededor del cual se construyó la ciudad. Nosotros vamos a contra corriente y justo donde el río se estrecha es que ella se baja. Llegando a su parada toma de su bolso su gran billetera de mujer, la abre, hace una pausa, mira por la ventana la autopista, identifica el momento indicado para tocar timbre, y tal vez cuenta: uno, dos, tres y toca el timbre mientras mirándome sonríe. De su billetera el pasaje y su tarjeta.
       - Disculpa – Me dice con otra sonrisa, esta vez en un gesto de complicidad.
Yo me levanto para dejarla pasar y luego, estando en el pasillo, estira su mano para entregarme su tarjeta, despidiéndose.
       - Sólo por si se te ocurre algún titular
Y su sonrisa resplandece al tiempo que paga y se baja del microbús mientras yo la miró complacido. Lina Gutiérrez, subdirectora La Chiva, alcanzo a leer. Y confundido me pregunto por qué siempre había creído que era enfermera.

Carlos Andrés Salazar Martínez

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