A veces la memoria me falla, y es que al igual que me sucede con muchos de los textos que he leído no recuerdo ni donde, ni cuando, pero si recuerdo que estaba leyendo. Recuerdo, por ejemplo, la lucha extenuante que precedió el final de Moby Dick o los pasillos oscuros y fríos de El Amor y Otros Demonios.
Y justo para hablar de este tema viene a mi memoria un relato que escuche, estoy seguro de no haberlo leído, en él un niño Japonés intentaba imitar a su padre, quien practicaba con maestría el arte de escribir caracteres Japoneses con pincel y tinta china, arte que es conocido como Shodo.
En el relato, el niño persigue obstinadamente igualar la calidad de su padre y un día al ver su interés, éste hace una línea delicada sobre una hoja de papel en la que su hijo había escrito y le dice que debe ir a preguntarle qué le parece a su madre. Ella observa con interés la caligrafía y le dice que la única línea que ha quedado igual a la de su padre es la que precisamente el niño no escribió. Decepcionado, busca respuestas donde su padre, quien le enseña diez toneles de tinta que aguardan al otro lado del patio y le dice que sólo al terminar de utilizar toda la tinta que hay en ellos, escribirá mejor que él.
La disciplina es tal vez el rasgo que distingue a los orientales sobre todos nosotros, los occidentales, quienes cautivados por cualquier cosa mientras se recorre el camino y ante “el definitivo derrumbamiento de los designios” perdemos el rumbo y la persistencia por alcanzar aquello que nos apetece. Cual niños, buscamos afanosamente los resultados sin intentar comprender primero los procesos que gobiernan el fatigoso alcance del objetivo.
¿Qué sería del mundo sin las artes que con tan denodada paciencia los orientales perfeccionaron hasta sus últimas consecuencias? Los bonsáis y las katanas son fruto de esa invaluable lucha, en la que el hombre se impone sobre los límites de la materia y el inclemente tiempo. No es gratuito que la excelencia en todas ellas se haya alcanzado con el paso de las generaciones.
Entonces, como hablar de la inspiración y la determinación, sin reconocer que después de ellas nos aguarda la disciplina. No vasta con ser Dios, ni tener al lado la colaboración del Espíritu Santo, es necesario el Verbo, es necesario el sacrificio. Muchos de nuestros deseos requieren que sea recorrido un extenuante camino para ver del otro lado la recompensa.
Jan Paderewski, considerado tal vez el mejor pianista de la historia, acataba a responder a la pregunta sobre el porqué nunca se detenía. "Si no practico un día, yo me doy cuenta; si no practico dos días, los críticos se dan cuenta; si no practico tres días, el público se da cuenta". Lo vital de la respuesta, es que quien es responsable de que el trabajo lleve a un feliz término, sin importar que tan encumbrado sea el ideal, soy yo. Los demás están lejos de ser quienes impongan el ritmo. No debería haber vara más rígida que aquella con la que yo me mido.
Pero, sin lugar a dudas, uno de los ejemplos que marca la diferencia entre como los occidentales pretendemos alcanzar las cumbres y como lo hacen allá, en oriente, es la respuesta que Osaki un Maestro de Kyudo - el camino del arco - da a Robert M Poole en su crónica sobre el Palacio Imperial, "en el arte del Kyudo no se apunta al blanco para alcanzarlo; se logra la postura correcta, los pasos correctos. Las flechas van hacia el blanco por su propia voluntad"
Y no sé si logran apreciar la diferencia, pero nosotros sólo pensaríamos en la diana.
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Poco tiempo después hallé en uno de los textos de Oscar Wilde otra referencia a la diferencia significativa entre unos y otros. Habla en el texto sobre los colores que utilizaban en los atuendos del siglo XIX y entre los cuales era imposible encontrar un azul en perfecto estado, al respecto nos dice que "el bello azul de China, que tanto admiramos, tarda dos años en secar, y el público inglés no sabría esperar tanto tiempo un color"
Carlos Andrés Salazar Martínez
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