Soy el último de los
Homo Sapiens, por lo menos el último que fue concebido a la vieja usanza. Es
mucho el tiempo que ha pasado desde que los nacimientos naturales fueron
prohibidos. El medio ambiente en general, los alimentos y las presiones propias
de la cotidianidad provocaron que los vientres de las mujeres fueran tan
estériles como los extensos desiertos que ahora pueblan la tierra. Los hombres
tampoco fueron ajenos a ese mal y en la actualidad su virilidad no es más que
un rumor. Son muy pocas las mujeres que cuentan haber conocido la rectitud en
un hombre.
Cuando todos pensaban
que la población mundial seguiría creciendo a un ritmo exponencial, se
equivocaron, al igual que se equivocaron en la predicción de las crisis
económicas globales. Los mercados se volvieron tan volátiles que prácticamente
cada año fuimos victimas de alguna de ellas. Llegamos a ser menos de la mitad.
Las guerras, las tragedias naturales, la inconsciente búsqueda del desarrollo,
paradójicamente, provocaron un equilibrio. Sin embargo, el daño ya era
irreparable y el equilibrio fue por lo bajo.
En un mundo en el que
somos la mitad, el desperdicio está a la orden del día. Aunque ha sido posible
reciclar mucha de la basura que nos asfixia, el reto sigue siendo grande y
excede por mucho cualquier pretensión. Si somos la mitad, podrán imaginárselo.
Qué sentido tiene seguir construyendo por ejemplo. Y fue a raíz de esa sobreoferta
y la falta de interés que la economía ya no tuvo importancia.
El dinero dejó de
serlo todo y la valoración que siempre habíamos dado a las cosas pasó a ser una
mentira molesta. Las poderosas corporaciones, para las que ya no había
clientes, intentaron infructuosamente bajar el valor de sus productos teniendo,
como último recurso, solicitar a los gobiernos cambiar la moneda para que la
economía se estabilizara. Las personas dejaron de acudir a los bancos y
alejados de todo lo que significara un intercambio directo con el Estado o las
multinacionales, decidieron hacer negocios entre ellas, para no tener que
volver a sufrir por alguno de esos imprevistos en el que las excusas ya no bastan.
Algunos comenzaron a
redescubrir el gusto por las cosas, pues todo estaba al alcance de sus manos y
no teniendo una escala de valor donde sopesar la importancia de gran parte de
ellas, debieron entregarse al estudio crítico y minucioso sobre cuál era la que
ofrecía los mayores beneficios. Otros perdieron
el placer por los objetos y aquello que consideraban lo más mundano y bajo pasó
a ser lo más excelso y prolijo.
El dinero fue quemado
en un acto de exterminio, odiando la verdad, pues las cosas al haber perdido su
valor hicieron que no pudiéramos vivir con la certeza de ser lo más valioso, y
con la convicción de que todas ellas giraban en torno nuestro. El dinero,
comprendimos, era en última instancia lo que nos alejaba de ser libres y amos
de nuestro universo. Pero eso es algo que, incluso ahora, no hemos alcanzado.
Es cierto que la
ciencia estuvo ahí para salvaguardar el bienestar. Los beneficios de sus
inventos y descubrimientos sólo merecieron el reconocimiento mientras nos
hallábamos inmersos en las crisis. En manos de los bien gobernados Homo
Perfectus nadie temía que la ciencia pudiera convertirse en un arma de doble
filo.
Sorprendente, sin
lugar a dudas, fue la tregua general. Aquella que acordaron los países
enemigos, invirtiendo gran parte del presupuesto que gastaban en su defensa
para apoyar aquellas iniciativas en busca de las posibles soluciones a los
problemas globales. La última de las guerras, la guerra por los recursos
naturales, fue sólo un desgaste, como casi todas las guerras, pues los recursos
consumidos en un solo día de guerra, según los estudios, podrían habernos
servido para darnos esperanzas por lo menos una semana más.
Es desde la tregua
que disfrutamos de un nuevo régimen global. Por sobre los líderes de cada
región hay un grupo de hombres sabios en quienes recae el destino de la
humanidad. Hombres que desde pequeños fueron preparados para desempeñar su
cargo y que, al igual que yo, conocen las incertidumbres pero son incapaces de
convivir con su existencia. Las perfeccionadas Leyes de la Estocástica han
permitido la predicción de casi todos los fenómenos tanto sociales como
naturales.
La vida dejó de ser
un raudal de incertidumbres desde entonces. Es difícil de controlar una masa
informe y es por eso que para manipularnos, y hacer de nosotros una constante
en sus ecuaciones, al principio fue la religión, luego los medios de
comunicación, las drogas y hace unas décadas las modificaciones genéticas.
Yo soy el único que
ahora disfruta de los placeres que da el saberse vulnerable. Los Homo Perfectus
han dejado a un lado los beneficios de una existencia en la que es necesario
disfrutar de un buen descanso luego de una larga jornada y extrañan con
vehemencia el descuido casual y el reconfortante olvido.
No conocen ningún
vicio: el tabaco, el alcohol, el sexo liberador y la carne, no son más que un
murmullo. En los últimos días se han acercado a mí buscando consejo. Mis
respuestas representan para ellos una grata e inesperada conquista.
Soy el único con
quien deben utilizar su lengua. Estamos a tres, tal vez dos generaciones de que
desaparezca. Por la fecha en la que mi madre y mi padre tomaron el riesgo de
tenerme, so pena de ir contra los designios que impuso la Ley de los Homo
Perfectus, los científicos comenzaron a implantar sus nanosimcards en los
cerebros de los recién nacidos. Y dieron paso, así, a la adaptación de toda una
generación a la telepatía. Aunque ya era posible la implantación de teléfonos
móviles minúsculos, nada era tan sofisticado como esto. Ya nadie se siente
solo. La soledad sólo se encuentra en los textos.
Las pocas mujeres con
vientres fecundos son utilizadas para engendrar niños en un ambiente
completamente controlado. En cada región una institución se encarga del proceso
y de la posterior adaptación del niño a la sociedad y al puesto que le fue
destinado ocupar.
En sus ecuaciones,
abundantes en constantes, yo soy una variable molesta. A pesar de mis evidentes
desventajas, logré abrirme paso entre ellos. Sin privilegios de ninguna clase
estoy aquí, escalando la pirámide.
Muy pocos conocían la
verdad, había logrado persuadirlos sobre mi perfección. El tiempo les reveló mi
naturaleza, para ellos, mis treinta son sus cincuenta. El promedio de vida de
un Homo Perfectus está en 140 años. 140 años en los que no hacen nada diferente
durante 100.
Antes de que todo
fuera revelado por los medios, mi mamá murió. Es a ella a quien le debo el
placer de la falta de certezas. Fue ella la última en dar testimonio de su fe
ante los incrédulos Perfectus, sostuvo como lo hace Melville en su Moby
Dick que la
fe, como un chacal se alimenta entre las
tumbas, e incluso de esas dudas mortales extrae su esperanza más vital.
Y consciente de su condición les dijo a los medios “¡Mírenme!”... Fue deteriorándose
lentamente, una de esas enfermedades que ya no existen le regalo la muerte.
Debo decir, además,
que no he conocido mujer. Ninguna de las que ahora habitan el mundo podría comprender
lo que yo entiendo por amor. Aparte de estarme prohibido, no he podido dominar
el sencillo cortejo que utilizan los hombres para entablar una relación con
ellas. Porque así como Dios se manifiesta en lo frágil que es el universo, yo
siento miedo.
Gracias a mis
respuestas no programadas, han comprendido que soy el único al que le es
posible crear. Ellos no son más que unos imitadores, fabrican sistemáticamente
réplicas, repiten sin parar las exitosas canciones del pasado, pero no
componen, ni se embriagan de posibilidades. La literatura, para todos, no es
más que un imposible. Sus cerebros son tan áridos como sus vientres.
He colaborado con
toda suerte de desarrollos sobre los posibles artistas del mañana. Sin embargo,
son estudios que estoy seguro no tendrán importancia dentro de algunos años. Lo
digo con la misma certeza con la que puedo afirmar que Dios es sólo posible en
los puntos intermedios.
Cansados de que
causara conmoción en los Homo Perfectus los sabios hombres del senado,
decidieron recluirme en sus instalaciones. En el presente soy un consejero
ocasional y a quien envían a ejecutar cuanta misión incierta y de vital
importancia aparece.
Es ahora que
dispuesto a enfrentar el más difícil de todos los retos, he decidido escribir
mis memorias con la esperanza de que en un futuro, cuando los Homo Perfectus se
cansen de sus infértiles vidas, sepan cuáles fueron las esperanzas del último
de los Homo Sapiens.
Carlos Andrés Salazar Martínez
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