Pero todo terminó. La
época en la que con treinta mil pesos le agradecían a uno cualquier mandado.
Aquel entonces en el que era sino proponérselo para ser rico y así no más. Todo
eso se acabó.
Al igual que con los
fiscales la compra de árbitros fue indiscriminada. Y ¡ay! del que sacara una
roja en contra o del que condenara a extradición a algún amigo. Todos ya
estaban advertidos. Y no sólo había platica para los árbitros, también veíamos
cómo un incentivo adicional lograba que, aunque trastabillando por el
cansancio, incluso los cracks dieran su vida por salir victoriosos del estadio.
En cada partido, como los mejores gladiadores romanos, nuestros jugadores se
entregaban. Nosotros éramos testigos de su valentía, de la gallardía y no sólo
por la bonificación ni por los puntos; adicional estaba el temor a que en un
autogol o desafortunada jugada pudieran perder la vida. Luchaban enfurecidos
por esos tres puntos que en la tabla representan la gloria, para los
apostadores la ruina, para los hinchas la euforia y para la mafia; para la
mafia el regocijo por dar un espectáculo memorable a sus respetables
consumidores. Y es que eso es lo que se les ha olvidado, qué somos el
respetable.
En medio de esa
aparente felicidad, obstinados, extasiados por los resultados, defendíamos
nuestros colores, anunciábamos a los medios que el juez de línea tenía razón al
anular el legítimo gol que hubiera significado nuestra derrota o nos
mostrábamos satisfechos ante la ocasional complicidad de algún portero vendido.
En contadas ocasiones acertábamos en decir que sí, que esa falta
descalificadora existió pero que al central no lo dejó ver la lluvia. Que
ellos, los de negro, también son humanos y como errar es humano...
Inconscientes conocíamos las excusas que nos permitirían seguir rumbo a la
cima.
Y los medios
satisfechos al escuchar los pretextos también escondían su favoritismo. Sí,
porque con ellos lo mismo y es que en ese entonces, ¿Quién no fue un vendido?
Gritábamos a rabiar cuando las condiciones no nos favorecían, cuando la mafia
del valle realizaba primero su oferta, instantes de suprema impotencia en los
que el sudor corría por nuestra frente al tiempo en que los coros entonábamos.
Nuestras gargantas se desgastaban mientras los ataques se insinuaban, se corría
al ritmo impuesto por el balón; y allá, en la cancha, el Profesor, entregado
como sus hombres a la defensa de un ideal, emitía órdenes golpeando la grama, cambiaba
el orden táctico en beneficio del ataque, motivaba al volante de contención a
salir adelante y subía la línea defensiva para ganar algunos metros.
Los de la tribuna
esperábamos el gol. Rasgábamos las camisetas sufriendo al no tener la pelota.
La lucha era apoteósica y con nuestros cánticos anunciábamos quiénes éramos los
de la casa. Luchábamos contra el poder de los carteles vecinos.
Los funerales de
nuestros ídolos nos veían concurrir a cientos. El sacerdote, por lo general,
hincha de los colores que defendía el héroe caído, recordaba los momentos
memorables y atinaba a cerrar la ceremonia con algún cantico solemne y
representativo. El estadio nos esperaría el próximo domingo con un motivo
adicional, las ansias de obtener tres puntos para enviarlos al cielo.
Y como dice la
canción “nada es eterno en el mundo” y al futbol le llegó su hora. Las
inversiones cesaron, aquellos capos a los que no mataron los extraditaron y
quedaron al mando de la plata los que saben que no pueden dar visaje y se la
guardan para ellos y nos abandonaron.
Nos abandonaron.
Los mediocres
jugadores mantuvieron sus extraordinarios honorarios, sin comprender que somos
nosotros los únicos por quienes su estabilidad ahora es posible, no comprenden
que aún está en nosotros esa entrega rabiosa, que aún los mismos cánticos son
entonados, que nuestro sudor continúa bañando las gradas mientras sus piques se
trasforman en un trote quedo.
Las prolijas
estrategias se convirtieron en una somnífera espera y dejamos de lado los
múltiplos de tres para hacer cuentas de niño genio al final de cada
temporada.
No entienden aún que están sometidos a nuestros deseos y no importa si su
sueldo excede por mucho al de cualquiera de nosotros. Lo damos todo por un
segundo en el que con una gambeta sea ridiculizado el contrario o lo damos por
los 8, 10 o 12 latidos de corazón que se suceden antes de un gol y por el
suspiro de júbilo que lo celebra. Ni directivos, ni técnicos, ni jugadores aún
lo entienden. Y yo, ya estoy cansado.
Carlos Andrés Salazar Martínez
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