Hay un tema que me atrae poderosamente, uno sobre el cual leí hace ya algún tiempo, aquel que versa sobre la perdida de más de la mitad de las lenguas que en este momento pueblan el angosto mundo.
Lenguas que persisten porque algún anciano se resiste a morir o porque un loro, fugado de la extinción del pueblo que lo vio crecer, pronuncia a sus captores palabras, ahora, sin sentido.
Un ejemplo de este gran problema son Los Penans, un pueblo sin escritura, al borde de la extinción y en el que todo su vocabulario equivale siempre al repertorio de su mejor narrador. “Tienen una palabra para 'él', 'ella', 'ello', pero seis para 'nosotros' y ocho para referirse al shagú, por ser la planta que les permite sobrevivir. Compartir es una obligación entre ellos, por lo que no existe una palabra que signifique 'gracias'. Pueden nombrar cientos de árboles, pero no hay una palabra para 'selva'. Su mundo está dividido en tana'lihep, tana'lalun (la tierra que ofrece sombra, la tierra de la abundancia) y tana'tasa (la tierra destruida).”1
Todas las lenguas una ciencia, una forma de entender el mundo, todas ellas evolucionaron con nosotros y sin las cuales no hubieramos logrado alcanzar los avances tecnológicos de los que somos participes. Pero en medio del afán, como sucede siempre, perdimos muchas de las que nos permitían identificarnos con nuestro entorno, algunas de las que aun tenemos palabras pero cuyo simple significado nos limita a no tener sentimientos profundos y discursos sin pleonasmos, redundancias o tautologías.
Splacnisomai, corresponde a la conjugación de un verbo desaparecido en el siglo II y III de nuestra era y que hoy podríamos traducir literalmente como "sentir con las tripas". Un sentimiento que en definitiva, al estar presente, no bastaría con llamarlo misericordia, por ejemplo. En la película Amistad de Steven Spielberg, aparece patente una de las muchas maneras que existen de vivir y cómo el lenguaje es fiel reflejo de esa singular mirada. Hablando con su abogado el esclavo protagonista de la historia le dice que para su pueblo no existe la palabra deber, porque para su pueblo las cosas se hacen o no se hacen.
El lenguaje, aun más que los viajes, es el que pone límites al mundo. Según la Biblia Dios nos dio la posibilidad de dar nombre a las cosas, yo diría que para hacernos sentir dueños de nuestro regalo. Tal y como dice Gabo para su Macondo, "El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo". Pero al igual que nos dio la posibilidad de nombrar las cosas nos dividió, como castigo, otorgándonos otras lenguas y de ese modo asegurarse, tal vez, que nadie tuviera la verdad completa.
Como un ser extinto, las lenguas, serán irrecuperables, tendremos pistas de su paso por la tierra, quedará quizá algún rastro de su más básico código. Pero "aunque una lengua esté perfectamente documentada, cuando ya no se habla más sólo queda de ella un esqueleto fósil... puede que los lingüistas sean capaces de trazar el esquema de un idioma olvidado y señalar su lugar en el árbol de la evolución, pero poco más. '¿Con qué palabras se entablaba una conversación?,¿Cómo hablaban a los bebés, cómo se hablaban marido y mujer?'"2
El caso es que no sólo son palabras, son los gestos que las complementan, es la forma en la que se produce una frase u oración. El mi'kmaq, o el idioma de las frases complicadas y escasos nombres, cuyos tiempos de conjugación oscilan a la vez del pasado al presente y del futuro al pasado participio, es sólo una de las muestras de lo complicado que sería interpretar un idioma sin un testigo que pudiera dar fe de lo que se intenta decir.
El sintético idioma Boro del suroriente de Asia, tiene palabras como onsra, que traduce "amar por última vez" y onsay, "pretender amar", estas palabras son citadas por Mark Abley en su libro “Hablado aquí: una travesía por las lenguas en peligro”. Qué mejor que decir ante ellas lo que el mismo autor recalca: "Habiéndome enterado de la existencia de esas palabras... ¿Qué puedo hacer sin ellas? Las anhelo... más que sonidos frescos en la lengua, se trata de pensamientos frescos en la mente... ¿Quién pudiera resistirse a una lengua cuya forma de decir ligeramente jorobado es goddobd?”
Por eso valoro en mi búsqueda desesperada de palabras que renueven mi fe, textos como los siguientes de Faulkner, en los que hace una indagación de algunas de las palabras que nos atañen y que quedarán en este tipo de breviarios aclaradas para futuras generaciones.
Addie ya sabía antes de casarse con Anse que las palabras nunca se ajustan a lo que buscan decir. Cuando ella nació, supo que la maternidad había sido inventada por alguien que necesitó una palabra para designarla, y el miedo había sido inventado por alguien que jamás lo sintió, y el orgullo por alguien que jamás lo tuvo. Su soledad no fue violentada una y otra vez, día a día, ni siquiera por Anse en las noches, excepto cuando ella parió a Cash. El amor, continúa Addie, era una palabra más, una mera forma para llenar un vacío. Addie recuerda que su padre solía decir que la razón para vivir era prepararse para estar muerto. Sus familiares estaban en Jefferson, en el cementerio. Al volver a yacer con Anse, Addie podía oír un discurso de la tierra, pero sin voz. Y Addie piensa que las palabras de Cora también perdían sentido: eran sonidos sin vida. Y cuando nació Darl, Addie le pidió a Anse que le prometiera que cuando ella muriera, la llevaría a Jefferson a enterrarla. Tonterías, dijo Anse, “Tú y yo aún estamos enteros”. “Él no sabía que ya estaba muerto”, pensó Addie. Mientras Agonizo
"- Quizá -dijo el señor Ernest-. Es la mejor palabra que hay en nuestra lengua, la mejor de todas. Es lo que mantiene el progreso del hombre: el 'quizá'. Los mejores días de su historia no fueron aquellos en los que decía ‘sí’ de antemano; fueron aquellos en los que lo único que sabía decir era 'quizá'. No puede decir 'sí’ hasta después, pues sólo no lo sabe hasta entonces, sino que no quiere saberlo hasta entonces..." Carrera en la Mañana, Relato.
Que dirían los indios Kogis, del norte de Colombia, tribu en la que un niño de cuatro años es alejado de su familia y llevado a las alturas de la Sierra Nevada, donde será preparado para el sacerdocio. Los siguientes dieciocho años no verá la luz del Sol, recluido en cabañas de piedra por dos periodos de nueve años, en clara consonancia con los nueve meses que pasó en el seno de su madre natural. Una vez en el seno de la Madre Divina, las tinieblas y sombras en que vivirá le darán el don de la videncia, la capacidad de ver no sólo el futuro y el pasado sino también más allá de las ilusiones materiales del Universo.
“Al final, después de años de estudio y práctica rigurosa, llega el gran momento de la revelación: una mañana clara, cuando el Sol domina las laderas de las montañas, el iniciado es llevado hacia la luz del amanecer. Hasta ese momento el mundo sólo ha existido en su pensamiento; ahora lo contempla por primera vez en su plenitud, que es la belleza trascendente de la Tierra. En un instante confirma todo cuanto ha aprendido; a su lado, de pie, el anciano que lo ha preparado cubre el horizonte con un movimiento del brazo, como diciendo ‘Ves, es como te dije’ ”3 Sólo un fragmento que demuestra el gran valor del lenguaje.
¿Qué diría, entonces, el anciano Kogi al discutir con Wittgenstein sobre la gran límitación que tiene el lenguaje para representar la realidad?
1 Davis, Wade. Culturas en Extinción. National Geographic. Agosto, 1999.
2 Gibbs, Wayt. La Conservación de las Lenguas Moribundas. Investigación y Ciencia. Octubre, 2002
3 Davis, Wade. op. cit.
CARLOS ANDRÉS SALAZAR MARTÍNEZ
1 comentarios:
Les quedó de perlas hermanos Salazar. Hay que seguir camellando así en el asunto.
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