16 septiembre 2009

De la Ficción en el Arte



Ya se había reconocido desde la antigüedad la capacidad del poeta o aedo para encubrir la realidad, su relación estrecha con las musas, hijas del astuto Zeus y de quien nada olvida Mnemosine, permitía que ellos también supieran decir muchas mentiras con apariencia de verdades; y sabían, cuando querían, proclamar la verdad (según advierten las musas a Hesíodo antes de desentramar la Teogonía Griega).

De las Musas y del flechador Apolo descienden los aedos y citaristas que hay sobre la tierra; y de Zeus, los reyes. ¡Dichoso aquel de quien se prendan las musas! Dulce le brota la voz de la boca. Pues si alguien, víctima de una desgracia, con el alma recién desgarrada se consume afligido en su corazón, luego que un aedo servidor de las Musas cante las gestas de los antiguos y ensalce a los felices dioses que habitan el Olimpo, al punto se olvida aquél de sus penas y ya no se acuerda de ninguna desgracia. ¡Rápidamente cambian el ánimo los regalos de las diosas!

Pero cómo lograr el olvido de la desgracia, los sufrimientos y los terrores humanos si no es a través de las dos cualidades que confieren las musas a los poetas: la Alétheia y la Apaté, es decir la verdad y el engaño. Sólo aquel que conoce la verdad es capaz elaborar abigarrados engaños haciendo lo increíble creíble.

Bien dice Nietzsche, cuya gran parte de su trabajo fue ahondar en la literatura clásica nuevas posibilidades para entender el mundo, que tenemos el arte para que la verdad no nos mate. Permitiendo, al igual que el canto envilecedor de las sirenas, que nosotros los hombres echando a un lado las penurias, olvidándolas, disfrutemos de los tres placeres deparados por Apolo La Alegria, El Amor y El Dulce Sueño.

Que más bella mentira puede haber en el mundo que escuchar el regreso de Jose Arcadio a Macondo, el poema número 14 de Neruda, las vidas imaginarias de Schwob, las ciudades invisibles de Calvino, el perseguidor de Cortazar, la isla desconocida de Saramago o el Judas de los Evangelios.

Ese es el gran poder del arte, el mismo Oscar Wilde para quien la mentira es imprescindible, nos abandona a la siguiente afirmación La revelación final es que la Mentira, es decir, el relato de bellas cosas falsas, es el fin mismo del Arte.

Aún mejor, Pío Baroja en El Árbol de la Ciencia (IV,3) no se resiste a decirnos y poner una tarea adicional a la ciencia, de la que por lo general nacen las certezas:

“El hombre, cuya necesidad es conocer, es como la mariposa que rompe la crisálida para morir. El individuo sano, vivo, fuerte no ve las cosas como son porque le conviene. Está dentro de una alucinación… el instinto vital necesita de la ficción para afirmarse. La ciencia, entonces, el instinto de crítica, el instinto de averiguación, debe encontrar una verdad: la cantidad de mentira que se necesita para vivir”

Aunque, en éste conflicto del hombre por alcanzar el conocimiento absoluto o la verdad definitiva, y que ahora sabemos insoluble, nadie tiene la razón. Podríamos estar inversos en la verdad, por ejemplo, sin saber realmente que estamos en ella.

Carlos Andrés Salazar Martínez

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