Dentro del conjunto de las cosas que hacen patente el sometimiento de los hombres y mujeres extraordinarios por parte de la sociedad están las entrevistas para aspirar a un puesto de trabajo. Un trabajo que debería permitir la potenciación de todas las cualidades que son parte de quien pretende obtenerlo. Pero en última instancia es prácticamente imposible que una persona espontanea, difícil de cifrar, en todo sentido opuesta al método, logre pertenecer a una organización que por sobre todas las cosas necesita colaboradores que cumplan ordenes, así estas no impliquen la ejecución de soluciones creativas. Y que, además, tomen como suyo un trabajo que los limita aunque puedan demostrar con creces que están dispuestos a no poner freno a su labor.
Cierto es que los exámenes y entrevistas son el camino para crear frustraciones en aquellos que no logran superarlos pero también el camino para filtrar de la enmarañada sociedad las personas que son aptas para la obediencia y el avasallamiento. Personas que pueden pasarse la vida organizando papeles sin el menor interés por saber qué pasa con ellos o qué hay al otro lado de la línea de montaje. Nada mejor para una empresa que aspira a ser productiva mas no innovadora que un grupo de personas que no creen problemas para las líneas de producción y cuya consigna y forma de vida este dada para salvaguardar los intereses de otro mas no el éxito propio. Pero por ejemplo, ¿Qué sería de alguien que hace mantenimiento a puentes si se pone creativo?¿Que sería de un antiexplosivos si no se limita a ejecutar rigurosamente sus movimientos? Incluso, creería yo, son cualidades de las que debe gozar un astronauta por ejemplo.
Muchos hemos sufrido las ganas de comernos al mundo, de conquistarlo a pesar de nuestras limitaciones, tenemos el ánimo de ascender entre las personas para gobernarlas y mostrarles el camino que consideramos seguro. Sin embargo, para llegar a la cima, debemos comenzar por perdernos en lo bajo. El sistema debe ignorar que uno de sus enemigos está cerca. Por esa razón, por el simple hecho de que somos quienes somos, y debemos someternos al designio divino, es que nos hemos rendido. No queremos saber de un trabajo monótono, no queremos entregarnos con facilidad a una sociedad que nos somete y señala lo que debemos hacer. Y es debido a ello, y he ahí lo paradójico del asunto, que necesitamos que aquellos a quienes queremos salvar sean las personas que pasan los exámenes.
Podemos serlo todo, pero no unos resignados. Emprenderemos el viaje por las intrincadas ciudades posibles para construir en medio de esta sociedad la vida de la que nos creemos dignos. Aunque, tal vez, funcione la estrategia que por generaciones ha servido para hacer de este un mundo feliz, aquella que hará de nosotros los seres que con una facilidad inesperada se entreguen a la monotonía y vean entre todo aquello lo que es bueno: una sociedad en que pocos piensan o al menos creen que lo hacen y en la que muchos, también, se han rendido y son esclavos de sus propios afanes. Y allí estará mi lucha. ¿Será que tiene sentido y no todos podemos ser virtuosos, pero tal vez sí todos mediocres?
Milan Kundera en su Insoportable Levedad, nos enseña que sí, hay personas para las que no existe un designio (es muss sein!, lo llama él). Y lo dice a través del cirujano que protagoniza la novela, luego de ser sometido a la cotidianidad y hallarse, por largo tiempo, alejado de su profesión:
“Las cosas que hacía no le importaban nada y estaba encantado. De pronto comprendió la felicidad de las gentes (hasta entonces siempre se había compadecido de ellas) que desempeñaban una función a la que no se sentían obligadas por ningún “es muss sein!” interior y que podían olvidarla en cuanto dejaban su puesto de trabajo. Hasta entonces nunca había sentido aquella dulce indiferencia. Cuando algo no le salía bien en el quirófano, se desesperaba y no podía dormir. Con frecuencia perdía hasta el apetito sexual. El “es muss sein!” de su profesión era como un vampiro que le chupa la sangre.”
“Las cosas que hacía no le importaban nada y estaba encantado. De pronto comprendió la felicidad de las gentes (hasta entonces siempre se había compadecido de ellas) que desempeñaban una función a la que no se sentían obligadas por ningún “es muss sein!” interior y que podían olvidarla en cuanto dejaban su puesto de trabajo. Hasta entonces nunca había sentido aquella dulce indiferencia. Cuando algo no le salía bien en el quirófano, se desesperaba y no podía dormir. Con frecuencia perdía hasta el apetito sexual. El “es muss sein!” de su profesión era como un vampiro que le chupa la sangre.”
Carlos Andrés Salazar Martínez
Imagen: El hijo del hombre. René Magritte
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