Si le ofrecieran un millón de dólares mensuales por dejar de hacer lo que más le gusta ¿Los aceptaría?
Piénselo bien, lo que más le gusta hacer en el mundo. Aquello que hace habitualmente sin que le paguen si quiera. Leer, comer, manejar. Piénselo bien. Yo sé que usted debe estar pensando que los aceptaría sin más y que buscaría una nueva afición. Pero la cosa no es tan fácil. Hay unas condiciones adicionales.
La primera de ellas es que cada cuatro días usted estará cerca, muy cerca, del mejor libro del mundo, del mejor plato posible, del mejor carro hasta ahora imaginado. Lo dejarán verlo pero no lo dejaran probarlo. Eventualmente, lo dejaran cambiar de página, lo dejaran trinchar la carne, lo dejaran poner algún cambio. Pero no siempre.
La segunda es que usted verá como otros leen, comen, manejan. Y seguramente usted pensará en cómo lo haría usted, al punto de creer que los demás lo hacen mal. Usted no hubiera subrayado esa frase tonta que el otro subrayo, usted hubiera preferido aquella otra. Usted no hubiera condimentado tanto ese plato, usted hubiera puesto la carne sobre aquella salsa. Usted no se hubiera cerrado tanto en esa curva, usted hubiera acelerado hasta el final en esa recta.
La tercera es que a usted le queda poco tiempo para disfrutar de esos placeres, digamos cinco años. Después de eso, por uno u otro motivo, su cuerpo se deteriorará a un punto que le dificultará leer, comer o manejar con igual gusto, con la misma potencia con la que lo haría ahora. Y no olvide que amar es tener la potencia para disfrutar de algo. Es decir, que ahora, que usted tiene la capacidad de amar, como no podrá hacerlo nunca más, a través de un pacto incomprensible se lo han prohibido.
Pero que fácil es aceptar ese millón de dólares para dejar de amar, como si uno pudiera olvidar que se tiene, ahora más que nunca, una capacidad que se ha ido diluyendo con los días. Y ver a otros disfrutar de su potencia, de su capacidad para amar, mientras tú atado a tu silla miras atentamente, esperando una oportunidad, esperando que una hoja mal doblada revele algunas palabras, aguardando que el olor del plato sea suficiente aliciente, deseando incluso que el carro sufra un accidente contigo adentro para despertar del sueño -o la pesadilla- que alguien produjo para ti. ¡Ah!, porque se me olvidaba, a la hora de la verdad no fuiste tú quien firmó el pacto, otro lo hizo por ti.
Qué crees que harás los otros tres días, qué crees que hará tu mente durante esos otros tres días en los que no pasa nada, en los que puedes gastar tu millón de dólares y resulta que no tienes la suficiente imaginación para hacerlo, porque lo que realmente deseas no lo compra ese dinero. Es justo ahí cuando tiene sentido eso de que la felicidad deja de estar asociada al dinero cuando los ingresos superan cierto valor, 75.000 dólares según Daniel Kahneman. El premio novel de economía, sostiene incluso, que los ingresos elevados van asociados a una capacidad reducida para disfrutar de los pequeños placeres de la vida.
Lector, no sé si he logrado hacerme entender, pero este es el tipo de desgracia en la que se encuentran algunos de nuestros referentes. Aunque bueno, seguramente usted estará pensando: "¡Por favor!, ¿Qué estás diciendo escritor? Pero si tiene ese millón de dólares".
Carlos Andrés Salazar Martínez