La pantalla se llenó de
mujeres. Ingresó todos sus datos personales en una página de citas por
internet. Tenía ejemplos claros de que para mejores amigos, los algoritmos.
Ellos había atinado a dar un esposo de Argentina a una prima, una princesa de
Suecia a un vecino y una chica de Ipanema a un compañero del trabajo. Por años
había esperado que alguien hubiera tenido el valor de presentarle, solo una
vez, una mujer bonita y honesta. Estaba decidido a desconectarse de la
frustrante relación en la que se encontraba desde hacía tres años y en la que
hasta el más mínimo detalle afectaba cualquier tregua.
Algunas de las preguntas
en el formulario de ingreso lo hicieron sentir miserable, otras lo hicieron
creer un gran pretendiente. Se vio tentado a mentir en más de una,
especialmente en la de su estatura y en la de su rango salarial –recordó la
estadística según la cual mientras más bonita ella más gana él–. Otras
preguntas lo sorprendieron: ¿Qué acostumbra hacer mientras espera, mira su
celular o ve pasar gente? ¿Cuál es su sistema operativo favorito ios o android?
No pudo predecir qué efectos tendría en la selección de su posible pareja una u
otra respuesta.
La gran duda le sobrevino
cuando al preguntarle por su actriz favorita la memoria le sugirió la Charlize
Theron de Dulce noviembre, la Natalie Portman de Dior, la Scarlett Johansson de
Perdidos en Tokio o la Rachel Welch de Hace un millón de años. Se saturó ante
el vértigo de todas las mujeres posibles igual que le sucede ahora frente a la
pantalla.
Un problema a parte fue
escoger una foto digna para su perfil. Y notó que la mayoría de las fotos de
las mujeres seleccionadas por las ecuaciones parecen haber sido producidas por
un profesional. Se preguntó en cuántos datos habrían mentido todas esas
mujeres, se creyó cómplice de un fraude global y regreso al chat en el que su
novia había puesto una foto de ambos mirando a la cámara, fuera de foco y a
contraluz.