Felicidad:
una libertad
que de hecho muchos alcanzan sumergidos ante la televisión o como resultado del
consumo de alguna sustancia, no necesariamente ilícita. Todos ante el temor
latente que produce el saber que sólo es un instante. Sin estar exentos, por
supuesto, de contar angustiados los minutos que faltan para salir de tan
fascinante mentira.
La felicidad paradójica, la
feliz desesperanza, el
viaje a la felicidad y,
hasta, La felicidad, el
erotismo y la literatura, son algunos de los títulos que recientemente han
puesto a nuestros libreros en un predicamento. Pregunte por alguno de ellos,
muy seguramente los encontrará en el anaquel de libros de autoayuda.
De
un tiempo para acá hablar de la felicidad se ha convertido en un tema que está
destinado a reposar en ese lugar; sólo hablar de ella produce escalofríos en
muchos intelectuales, incluso más que intentar hacer referencia al amor.
En
una conversación se espera que hables de poder, de muerte, de desengaño, de
venganza, pero nunca es bien visto que hagas una apología a la felicidad,
intentar alcanzarla es un deseo barato o trivial, dirían muchos. Pero, ¿Qué ha
permitido que la felicidad invada los anaqueles de autosuperación y haya sido
menospreciada por los intelectuales durante tanto tiempo? La felicidad es una
de las pocas cosas que está al alcance de cualquiera, y los caminos que llevan
hasta ella son tantos y tan diversos que cualquier fórmula se convierte en una
apuesta segura, respondería cualquier otro.
Enzensberger
en su ensayo Memorias de la
abundancia, habla del cambio radical que sufrirá nuestra concepción de lo
que en realidad nos diferencia de todos los demás, una diferencia que hasta
ahora sólo tenia como posible evidencia los bienes de lujo. El tiempo, la
atención, el espacio, la tranquilidad, el medio ambiente y la seguridad serán
(de hecho lo son ahora) tan anhelados y deseados como cualquier otro
inalcanzable objeto. Es incluso por eso que Coca-Cola ha cambiado su core business y ha decidido embotellar la
felicidad.
En
el presente, entretanto, dice Punset, “el aumento de los niveles de infelicidad
se explicaría por una inversión excesiva en bienes materiales, en detrimento de
valores de mantenimiento intangible”. Y al mismo tiempo Lipovetsky destaca - a
pesar de lo que significa que nuestras expectativas estén sujeta a esa
inagotable necesidad de poseer- que: “En una época en que las tradiciones, la
religión y la política producen menos identidad central, el consumo adquiere
una nueva y creciente función ontológica. En la búsqueda de las cosas y las
diversiones, el “Homo consumericus”, de manera más o menos consciente, da una
respuesta tangible, aunque sea superficial, a la eterna pregunta: ¿quién soy?”
Sumidos
en esta sociedad agobiante, contando con tan pocas alternativas como seres
humanos, debido a que los desarrollos científicos nos están poniendo en
evidencia y al hecho de que una de nuestras mayores virtudes es sentir placer,
es que Gilles Lipovetsky, André Comte-Sponville, Eduardo
Punset y George Bataille se atreven a hablar de esta vapuleada emoción.
Debemos
reconocer que sería difícil escuchar a un político levantar su voz anunciando
convencido su plan de trabajo cuyo objetivo es velar por la felicidad de todos sus conciudadanos. Lo primero
que le preguntaríamos sería: ¿Qué índices utilizará para cerciorarse que su
propuesta está siendo ejecutada a cabalidad? Porque una cosa es que hablen al
pueblo de seguridad y le muestren con cadáveres que el
objetivo se está cumpliendo y otra muy diferente es que un engañoso índice de
desarrollo humano respalde cualquier esfuerzo.
Un
buen puesto en la lista anual de las Naciones Unidas, por ejemplo, no
necesariamente garantiza una satisfacción plena, así como un puesto por debajo
de lo deseado tampoco implica su ausencia. Al igual que el sentimiento de privación, del
que habla Amartya Sen, la felicidad “[…] de una persona está íntimamente ligada
a sus expectativas, a su percepción de lo que es justo y a su noción de quién
tiene derecho a disfrutar qué”.
No
existe un algoritmo que siguiendo con cuidado nos haga más o menos dichosos de
lo que ya somos o podríamos ser, pero, ¿Por qué, justo ahora, estamos ante un
resurgimiento del tema? A excepción de Séneca y Bertrand Russell ningún otro
intelectual se había atrevido a poner semejante problema en la portada de sus
libros.
Nuestra
animadversión por la felicidad, el mismo Nietzsche lo dice, está dada “por
aquel querer que recibió su orientación del ideal ascético: ese odio contra lo
humano, más aún, contra lo animal, más aún, contra lo material, esa repugnancia
ante los sentidos, ante la razón misma, el miedo a la felicidad y a la belleza,
ese anhelo de apartarse de toda apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo,
anhelo mismo”. Una emoción como la felicidad es instintiva y es producida por
lo que la evolución ha conservado de nuestro cerebro primigenio. Y es esa
estrecha relación que existe entre nuestra condición humana, el placer y la
felicidad la que nos lleva a despreciarla, sin dejar de anhelarla. Y buscando
contradecir esas primitivas y muy necesarias capacidades es que hemos sido
capaces de sostener, por años, como lo hace San Agustín que el placer de morir sin pena bien
vale la pena de vivir sin placer.
No
deja de ser posible, también, que uno de los padres de uno que otro paradigma
moderno haya propiciado entre los intelectuales el desprestigio, sin reserva,
que genera hablar de la felicidad, Voltaire. En Historia de un buen brahmín el condiscípulo pregunta a esa suerte
de Filosofo Hindú que es un brahmín:
- ¿No os da vergüenza ser desgraciado
cuando a vuestra misma puerta hay un viejo autómata que no piensa en nada y que
vive contento?
- Tenéis razón – me respondió – cien
veces me he dicho que sería feliz si fuera tan necio como mi vecina, y sin
embargo no querría semejante felicidad.
Esa respuesta de mi brahmín me causó mayor impresión que todo lo demás;
pensé en mí mismo y vi que, en efecto, no habría querido ser feliz a condición
de ser imbécil… Porque, en última instancia, ¿de qué se trata? De ser feliz.
¿Qué importa entonces ser inteligente o necio?
Una
pregunta definitivamente difícil de responder. O, tal vez, no. Con una
esperanza de vida que supera por mucho cualquier expectativa es lógico tener un
propósito que vaya más allá del simple hecho de existir para reproducirse y
contribuir con los objetivos evolutivos. En una vida en la que por estadística
la supervivencia está garantizada (a excepción de algunos países en los que 40
años es demasiado pedir) es pertinente preocuparse por lo que Aristóteles
sostiene es su finalidad: la eudaimonia.
Pero
¿Cómo alcanzarla inmersos en la sociedad de lo efímero? ¿Cómo conservarla a
pesar de la nada? ¿Cómo disfrutarla si ella misma es una emoción transitoria?
¿Qué rumbo tomar para obtenerla? Son las máximas que buscan dilucidar Lipovetsky, Comte-Sponville, Punset y Bataille.
Es
evidente que esa búsqueda necesita una reinterpretación, no somos los mismos a
quien Séneca dedico su tratado a
la felicidad, más allá, somos hombres de postguerra inmersos en una
frenética necesidad de consumo, muy diferentes a los que Russell invita a
emprender la conquista de la
felicidad. Desde Hiroshima somos más conscientes que nunca, afirma Comte-
Sponville, de que no son sólo las civilizaciones las que son mortales, sino la
propia humanidad.
Las
propuestas son supremamente interesantes: desde aceptar la vida tal y como es
hasta una nueva forma de convivencia basada en los recientes descubrimientos y
formulaciones teóricas en campos, al parecer tan distantes, como la
Neurobiología y la Economía, teniendo como máxima el cooperativismo. Sin dejar
de hacer especial hincapié, por supuesto, en el hecho de que confundir el
bienestar material con la dicha es un acto ilegítimo.
Sometido
por lo bello, promesa de felicidad, afirma Stendhal, es que el hombre
contemporáneo busca, en su insaciable necesidad de gasto libre, adquirirla. Y
sumergido, entonces, en una renovación acelerada, tanto de los modelos como de
los estilos y productos, es que ha sido víctima de la idea de que todo lo
descontinuado ya cumplió su promesa.
Ese
consumo despiadado de cosas también viene atado a nuestra imposibilidad de ser
felices por sí mismos, necesitando el reconocimiento del otro. Algunas otras
veces, incluso, dichosos de la desgracia ajena. Sin embargo, hace parte también
de esa necesidad del otro, dice Nietzsche, el hecho mismo de que la forma más
frecuente en que la alegría es prescrita como medio curativo es la alegría del
causar alegría (hacer beneficios, hacer regalos, aliviar, ayudar, persuadir,
consolar, alabar, tratar con distinción). Y es obvio que para eso necesitamos
de un vecino.
Bourdieu
también habla del otro como ese que existe para hacernos patente nuestra propia
existencia. Y sin el cual no sería posible nuestra experiencia social, y
existencial.
… hay en la acción (de
trabajar) una felicidad que supera los beneficios patentes (salario, precio,
recompensa) y consiste en el hecho de salir de la indiferencia (o la
depresión), de estar ocupado, proyectado hacia unos fines, y de sentirse
dotado, objetivamente y, por lo tanto, subjetivamente, de una misión social.
Ser esperado, requerido, estar agobiado por las obligaciones y los compromisos,
no significa sólo evitar la soledad o la insignificancia, sino también
experimentar, de la forma más continua y más concreta, la sensación de contar
para los demás, de ser importante para ellos y, por lo tanto, en sí,
y encontrar en esta especie de plebiscito permanente que constituyen las
muestras incesantes de interés –ruegos, solicitudes, invitaciones- una especie
de justificación continuada de existir.
Es
evidente, sin embargo, que la felicidad de alguien es la desdicha de algunos y
no sólo la envidia hace parte de ese inevitable suceso, nuestro sistema social
y económico implica como señalan los utilitaristas que la felicidad del mayor
número implica necesariamente el sacrificio de una minoría. Aunque como están
las cosas, la felicidad de un menor número implica necesariamente el sacrificio
de una mayoría.
Pero
qué más hay por hacer en un lugar en el que, como dice Bataille, no es posible
que haya nada humano que no deba ser intentado, que no merezca y pueda ser
intentado felizmente.
Alejados
de la tranquilidad, la paz y la alegría aparente con la que soportamos a diario
el tráfico, las inequidades del sistema, las ineptitudes de quienes gobiernan,
los malos tratos de quienes nos dan trabajo, la irresponsabilidad de quienes
nos informan, somos esclavos de nuestra propia lasitud. Nada mejor, entonces,
que aceptar la inevitable extinción de la vida y, luego de aceptar tan limitada
realidad, tratar de disfrutarla al máximo.
Al
final, todos los autores de quienes hablo terminan de acuerdo en algo y es
justamente eso lo que los diferencia de los libros de superación personal.
Aseveran, como lo hizo alguna vez Carl Gustav Jung, que incluso una vida feliz comporta
cierta oscuridad y la palabra feliz perdería su sentido si no se viera
compensada por cierta tristeza. O el aún mejor y más lejano Demetrio: “Nadie me parece más infeliz
que aquel que no ha sufrido nunca una desgracia”.
Definitivamente
diferentes maneras de decir lo mismo pero nunca nada que nos haga sentirnos tan
a gusto como escuchar decir a Robert Walser, quien se toma el atrevimiento de
hacerse pasar por la vida misma para interrogarnos:
¿Qué no queréis sufrir? Pues tampoco habrá placeres. Que debería abstenerme
de hacerlos infelices, me dicen. Pero ¿Cómo van a ser felices, cómo van a
sentir lo que es la felicidad, si la felicidad es tan inseparable de la
infelicidad como la luz a la sombra? A mí me gustan quienes no pretenden
disfrutarme, a quienes veo ocupados. Esos que tanto me aprecian, en cambio, se
me antojan unos ineptos.
Carlos
Andrés Salazar Martínez