Hace varios meses emprendí un largo camino, el de leer los acuerdos de La Habana y las columnas de opinión, el de ver los debates de control político del congreso y las ruedas de prensa del equipo negociador. Un recorrido en el que también me han quedado las discusiones con familiares, amigos e incluso los testimonios y opiniones de los comprensivos habitantes de Ituango y Briceño. Lo que me he encontrado en este camino es que los pros y contras crecen como maleza, cuando lo que importa es lo que hay al final de este camino: VIDA Y ESPERANZA.
Nosotros, a diferencia del budismo, entendemos que solo tenemos una vida en la tierra, otros, más escépticos, afirman que solo hay una vida aquí y no en el más allá. Por eso, necesitamos que cada colombiano apele a su pulsión de vida y entienda lo miserable que es seguir entregando vidas al azul infinito o a los gusanos.
Cada colombiano debería evocar aquel instante en que ante la posibilidad de la muerte la vida nos interpela sobre nuestros logros, sobre los sueños y metas, sobre la vida que llevan nuestros padres y la que deseamos para nuestros hijos. Todos debería sentirse invitados a preguntarse ¿qué tanto he aprovechado el tiempo que consume mi vida?
Hace poco, disfrutando de las olimpiadas, pensé que el verdadero combustible del éxito es recordarse todos los días que solo tenemos una vida para ser los mejores. Quienes tienen claro esto, se retan todos los días para no ser prisioneros, en los últimos años de vida, del arrepentimiento. Para no lamentasen que pudieron ser mejores en su única vida.
Entender que con los años viene el encuentro impostergable con la muerte, esa que nos arrebata el privilegio de seguir amando este mundo, nos hace más conscientes sobre la existencia del otro, a quien también atraviesa la angustia de presentir su propia finitud. Por ejemplo, todos los días pienso en el bienestar de mis padres, quisiera despejar sus angustias y que el mundo les diera la oportunidad de vivir como se merecen luego de 35 años de casados, dos hijos y mucho trabajo duro. Para que, por lo menos, ante la inevitable cita estén satisfechos. O también pienso en mis hijos, que desde temprana edad deben darlo todo por aquello que les gusta, para que a mi edad no tengan deudas con el tiempo.
Cómo pueden querer algunos, aquellos que han conseguido lo que se han propuesto para su existencia, por ejemplo, que otros entreguen sus vidas, sus pobres vidas a la guerra, como si las familias colombianas ya no tuvieran una causa más noble para entregar sus vidas; que los hijos de sus hijos no vivan lo que ellos han vivido, intentando aquí y allá con su trabajo y esfuerzo escapar de las duras condiciones en las que están atrapados, pero con la esperanza que el país ahora está dispuesto a ofrecer reconciliación, legalidad y educación para alcanzar ese sueño de una vida mejor en otras generaciones.
Será el encuentro con la vida el que nos salvará de negar a otras familias colombianas el derecho de trabajar por sus sueños, de aspirar a que sus generaciones cuenten con una vida mejor. El fin del conflicto nos permite aspirar como sociedad a buscar lo mejor para todos los hijos. En Colombia no puede seguir muriendo prematura y violentamente más paisanos, sin saber si nos podían enorgullecer con una medalla de oro.
Yo digo SÍ el 2 de octubre para comenzar a construir un nuevo país sobre la vida y esperanza de todos los colombianos.
JUAN CAMILO SALAZAR MARTÍNEZ