Si
uno lo pensara bien, no debería desear un mundo perfecto. De hecho, ser
perfecto es un decir, acostumbramos alardear haciendo uso de ese difícil
adjetivo. Y, cómo no, es también la manera en que nos venden tecnología en almacenes
de cadena. Sin embargo, para la tecnología, no está lejos el momento en el que
su próxima innovación consistirá en
sabotear sus propias virtudes.
En primer lugar puede decirse que uno
de los síntomas de dicha perfección es que muchos son conscientes de su existencia porque un dispositivo electrónico los recuerdan, como sucede con ciertas ruinas en Tlön, Uqbar u Orbis Tertus. Pero, ¿y si un
día la tecnología deja de reconocernos? Nunca
ha sido más evidente el hecho de que son las cosas las que nos dan vida, nos
ponen en acción. De hecho, cada
vez son más comunes frases en las que, con cierta melancolía, hacemos alusión a
la tecnología: Mis aplicaciones dejaron de pedir actualizaciones. Ni mi celular
sirvió ese día. El televisor ya no es suficiente compañía.
Hace no muchos años éramos nosotros a quienes nos correspondía poner en
movimiento. En la actualidad, incluso, la emoción sensorial de lo analógico ha tenido que
ser emulada. El sonido de las perillas del televisor, el obturador de la
cámara, el cambio de rollo, el rotor de la máquina de escribir, de las
registradoras. El sonido cómplice del proyector de mi colegio.
En segundo lugar, la
representación de la realidad a través de las tecnologías se ha enfrentado a
las exigencias que imponen nuestros sentidos para interpretar como verosímiles sus
ficciones. Los creadores de videojuegos tuvieron que ingeniarse maneras de
provocar en los usuarios sensaciones que se adecuaran a las maneras en que los
sentidos interpretan un mundo regido por leyes muy precisas y con las que
aprendemos a entendernos desde nuestro nacimiento.
Los
creadores de videojuegos han tenido, como ningún otro, que entender, describir,
aprehender y reproducir la realidad. Es por eso, por ejemplo, que los muñecos
de Nintendo son cabezones y de piernas chicas. No pueden ser perfectos. El
creador de Mario Bros y The legend of Zelda, Shigeru Miyamoto así lo reconoce (http://www.newyorker.com/magazine/2010/12/20/master-of-play).
Pero, quedándonos con los sentidos, ellos incluso tienen sus propios defectos.
Particularmente el sentido de la vista. Y en contraste, los avances científicos nos están dando tecnologías que superan nuestras capacidades sensoriales. Tanto las pantallas de cine como las de
televisión, por ejemplo, están en un punto en el que ya no importa qué tengan más píxeles (https://www.unocero.com/2013/01/12/cual-es-la-mejor-resolucion-de-pantalla-para-el-ojo-humano/). La tecnología ha traído la
perfección. Pero, ¿quién desea que el arte sea perfecto? En el arte, la
perfección tiene la propiedad de que hace explícita la verdad. ¿Podría llamarse
eso realmente arte?
Sirve
como ejemplo, el hecho de que si alguna virtud tenía el cine era que podía
esconder el maquillaje de sus personajes. No podíamos diferenciar una barba de
mentira de una real. La perfección, y con esto me refiero, al querer ser una
copia fiel de realidad no es adecuado. Es por eso que las balas en Matrix
tienen efectos, es por eso que las espadas suenan al ser sacadas de sus vainas,
es por eso que la sangre vuela de los cuerpos cercenados.
Dejamos
de lado las representaciones fieles de la naturaleza y comenzamos a trabajar en
la consolidación de un arte que produzca sentimientos. La capacidad técnica ha llegado a un punto en el que la realidad y el arte se confunden. Los artistas, hace más de un siglo, percibieron que de hecho la realidad se hace sus mañas y es por eso que
probaron técnicas que los llevarían del impresionismo al puntillismo ya que los
estudios cromáticos de Rigueira y Seurat (https://es.wikipedia.org/wiki/Puntillismo) indicaban que la división de tonos
por la posición de toques de color que, mirados a cierta distancia, crean en la
retina combinaciones deseadas.
Pero problemas,
incluso, tenemos nosotros para comprender el universo. Las ecuaciones que hemos
elaborado nos ponen en aprieto. Luego de despejar unas variables, multiplicar
unas constantes, cambiar de signo una que otra componente y ensamblar algunas
ecuaciones de la física cuántica y la física relativista, se obtienen dos
restricciones que ponen en jaque nuestro conocimiento de la realidad misma. Hay
un par de constantes, conocidas como el tiempo de Plank y el espacio de Plank
que aparte de decirnos que nunca podremos saber que ocurre dentro del rango de
tiempo y espacio que ellas mismas señalan, parecen ser la clave, además, para
demostrar que nuestro universo es realmente digital. Es decir, según estas
constantes no existe un universo tan continuo, analógico o perfecto como lo
hemos imaginado siempre. Nuestro universo es discontinuo, digital y caótico.
Parece que, al final, como lo presagiaban las más locas ideas, somos el
resultado de una cadena de dígitos.
Carlos Andrés Salazar Martínez