Como un avión, avanzando
sin contratiempos hacia algún piso superior de las torres gemelas, la
posibilidad de que toda mi vida sea una mentira me alcanzó y los sentidos
colapsaron ante el devastador estremecimiento.
Para Salma Rushdie los
hombres modernos somos un edificio tembloroso, construido con retales, dogmas,
injurias infantiles, artículos de periódico, comentarios casuales, viejas
películas, pequeñas victorias, gente que odiamos y gente que amamos. Yo voy
remontando mi propio edificio, intentando reconstruir cada uno de sus pisos, y
frente a ese gran abismo se aturden mis sentidos y me invade un miedo intenso.
No sé por eso si estoy instalando, en medio de todo esto, un elevador para
simplemente alejarme del abismo o uno desde el cual pueda, además, otear la
profunda amenaza que se ciñe sobre mi propia historia.
La vida, al final, es una
suerte de discurso intercalado en el que para mi desgracia el olvido y la
memoria se confunden y parecen provenir de un mismo lugar. Yo intento pensar solo
en el presente. Pero justo aquí, en el presente, un mueble Le Corbusier cuya
estructura exterior me recuerda la arquitectura de las torres gemelas.
Como los pisos superiores
del World Trade Center, al ser cubiertos por el humo y el fuego, el intrincado
camino hacia mis recuerdos se desvanece. La presencia continua de preguntas sin
respuesta me impide ver las huellas y no sé si dar marcha hacia adelante
ignorando la nada profunda que se ciñe sobre mi pasado o empecinarme en
dispersar la bruma. Damos por sentado tantas cosas, nos reconocemos en tantas
otras, sólo basta con olvidar algo para tener certeza de que se puede fallar y
en medio de ese error estamos nosotros para ser reconsiderados. Es ese el
problema: mis huellas están cubiertas por la misma niebla que me impide ver el
camino sobre el cual debo dar los próximos titubeantes pasos y mi porvenir.
Si la segunda guerra
demostró que tenemos la capacidad para llevar la rutina hasta extremos
inusitados, el 9/11 fue la prueba de que podemos romper con ella un día
cualquiera. Leí precisamente algo acerca de ese día de septiembre para hacer
memoria, vi una y otra vez el choque de los aviones contra las torres y el
posterior colapso. Parecía que los veía por primera vez. Mirando el choque de
ambos aviones contra las oficinas del World Trade Center tuve la certeza de que
los corazones de los 92 pasajeros del vuelo 11 de American primero y, 17
minutos después, los 65 corazones del vuelo 175 de United, palpitaron al
unísono con el de todos los oficinistas. Y aguardé, como se hace cuando se
prueba un diapasón, la absoluta disipación de ese abrasador, tembloroso y único
latido.
Carlos Andrés Salazar Martínez